Por Luciana Wainer
Esta semana una investigación publicada por El País y firmada por el periodista Pablo Ferri volvió a mostrar una posible ejecución extrajudicial cometida a manos del Ejército: en un video de poco más de dos minutos se ve el momento en el que al menos 18 miembros del Ejército Mexicano desarman, patean, colocan contra un muro y disparan contra cinco hombres. Después, con su uniforme verde olivo y sus rifles siempre atentos, los militares alteran la escena del crimen y colocan armas sobre los cuerpos que yacen tendidos. He aquí un detalle que para algunos es importante, pero para otros decisivo: algunos de los hombres —de los civiles— iban armados con lo que, a simple vista, parecerían armas de alto calibre.
Al compartir la nota en redes sociales una turba de hombres y mujeres enojadas me respondieron casi al unísono: «¡Son del crimen organizado! ¿Los estás defendiendo? ¡Bien muertos están!». Eso con las variaciones propias de enojo, agravio y nivel de discusión que abunda en las redes. Antes que nada, debo decir que estoy acostumbrada a los insultos; soy mujer, feminista y a veces cometo la osadía de publicar textos en lenguaje incluyente. Es decir, estoy acostumbrada a las ofensas twitteras, querides lectores. Sin embargo, más allá de las formas —que generalmente terminan por resultar irrelevantes ante el fondo—, hay una discusión necesaria, un planteamiento legítimo: es imposible cuestionar la furia desatada de millones de mexicanos y mexicanas a quienes el crimen organizado les ha arrebatado sus tierras, sus amigos, sus casas, sus familias y hasta su vida. Sería cruel y absurdo juzgar a la madre cuyo hijo fue arrebatado a manos de algún cártel del narcotráfico o a la mujer que fue esclavizada por éste cuando festejan el asesinato de uno de sus victimarios, sea a manos de quien sea.
Hay, sin embargo, una falsa dicotomía instalada en el imaginario colectivo que se materializó en uno de los comentarios: «claro, mejor abrazos y no balazos», ironizó un usuario indignado. Allí todo me hizo sentido. Nos han hecho creer, a fuerza de discursos repetidos e imágenes viralizadas, que las opciones se reducen a esos dos conceptos: o impera la impunidad o se destruye a los criminales de cualquier forma. Y nosotros, hartos de soportar abusos y vivir con miedo, hemos ido abrazando, en mayor o menor medida, en esas únicas formas de combatir la violencia volviéndonos cómplices de las autoridades que sin ningún tipo de empacho dicen públicamente que son ineptos para realizar sus tareas y que nos conformemos con lo que hay. Lo vemos con las carpetas de investigación mal integradas, las escenas de crímenes alteradas, los informes que falsean fecha, lugar y hora, la tortura y, también, las ejecuciones extrajudiciales.
Entonces, la tercera opción —que jamás nos es presentada, como si se tratara de una aspiración inalcanzable— se vuelve la única forma de salir del espiral de atrocidades: la justicia. Sin justicia, los abrazos y balazos concluyen en una misma forma de impunidad; como la que acabó con la liberación de ciento veinte presuntos implicados en el caso Ayotzinapa por haber sido torturados. Ni los abrazos, ni los balazos les garantizan a las víctimas reparación del daño, garantía de no repetición, ni justicia. Ni los abrazos ni los balazos hubieran hecho posibles los juicios de Nuremberg, los Juicios a las Juntas de la dictadura militar argentina ni el Tribunal Internacional para Ruanda. Ningún abrazo ni balazo podrá sentar precedente para casos futuros, ni les permitirá a las víctimas salir de un juzgado con la sensación de que el sistema, al menos por una vez, fue garante de sus derechos.
Yo no sé quiénes eran los cinco hombres presuntamente asesinados a manos del Ejército. No sé cómo eran sus vidas, a qué se dedicaban o si, en efecto, fueron perpetradores o no de la violencia que tanto daño le hace al país. Lo que sí sé es que si esos hombres hubieran sido arrestados conforme a la ley en lugar de morir desangrados al costado de una carretera, lo sabríamos. Quizá alguna de esas madres hubiera podido saber qué pasó con su hijo. Quizá se hubiera hecho justicia.
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