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Por Luciana Wainer
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Rosa María Hernández dice una frase que corta la respiración: lo único peor a que te maten un hijo, es que te maten a tres. Conocí su historia en mayo de 2022; allí nos entrevistamos, me contó del largo trayecto que ha recorrido en Durango buscando justicia y los pormenores de una lucha de trece años en la que, resignada a no poder acceder a la verdad —aquella que es un derecho, pero en México se asemeja más a una ilusión—, solo pide que, al menos, se le repare el daño. Aquella vez publicamos su historia en ADN40, pero su situación, un año después, no ha cambiado.

Mientras Rosa María recuerda una y otra vez la noche en la secuestraron a sus tres hijos para luego asesinarlos, el presupuesto destinado a la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas operó durante 2022 con un déficit de 1 mil 600 millones de pesos. Dinero que, entre muchas otras cosas, se había solicitado con el objetivo de destinarlo a pagar por la reparación de daño a casi 3 mil víctimas.

En 2023, el presupuesto prácticamente se mantuvo: el aumento fue de apenas un 2% con respecto al año anterior. Su caso, entonces, se transforma en la regla y no la excepción.

Los hechos fueron así: Rosa María Hernández y sus cuatro hijos habían ido a pasar las fiestas decembrinas con sus familiares en Gómez Palacio, Durango. Era 2009 y la (mal) llamada guerra contra el narcotráfico estaba en su apogeo: ese año, se registraron mil 13 homicidios en el estado, según las cifras del INEGI; es decir, un promedio de 2.7 asesinatos al día comparados con los 1.1 que el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública registró en 2022 en esa misma entidad. Lo cierto es que Hugo Armando, Luis Fernando y Miguel Alejandro decidieron salir a cenar el 30 de diciembre, acompañados de algunas de sus parejas, y al terminar la noche tomaron unas copas. Nunca más volvieron. Los testigos que estuvieron aquella noche y con los que Rosa María se ha estado contactando a lo largo de estos años, señalan que ese 30 de diciembre, sujetos armados llegaron al bar, subieron a seis hombres —entre ellos, Hugo, Luis y Miguel— a una camioneta y se los llevaron. Sabe, además, que antes de asesinarlos le dieron un balazo a Luis en la pierna cuando éste les dijo que podía darles sus ahorros para que los liberaran: “No somos rateros”, respondieron. Según esos mismos testigos, los hermanos estuvieron abrazados hasta poco antes de que los mataran.

A partir de ese momento, todo fue de mal en peor, de una injusticia a otra. El 31 de diciembre, un día después de la desaparición, aparecieron los cuerpos de los tres muchachos sobre un camino de terracería que pasa a un costado del Canal de Sacramento. A todos les habían disparado en la cabeza. Rosa María recuerda las idas y venidas al Ministerio Público, los laberintos eternos de la burocracia, el dolor individual y compartido, las decenas de veces que se fue a parar delante de cualquier autoridad que quisiera escucharla: “me mataron a mis hijos”, repitió en incontables ocasiones. En 2019, el Registro Nacional de Víctimas (RENAVI) en Durango la reconoció oficialmente como víctima indirecta, pero jamás concretaron el pago por la reparación del daño a la que Rosa María tiene derecho, como lo señala la Ley General de Víctimas publicada en el Diario Oficial de la Federación en 2013.

Primero, fue la delincuencia organizada. Después, la burocracia. Por último, la indiferencia. Rosa María, al igual que miles de víctimas directas e indirectas en el país, son violentadas en repetidas ocasiones, en diferentes niveles y múltiples formas. En 2020, la organización México Evalúa analizó la situación de las víctimas y reveló que solo el 0.30% de aquellas representadas en el proceso penal se le había reparado el daño. Ese resultado, explicó la organización, tiene diversas causas:

cada asesor jurídico de la CEAV tuvo, en promedio, 166 asuntos ese año, pero el presupuesto solo representó 32 centavos por cada peso que recibió la Defensoría o 3 centavos de cada peso que recibió la Fiscalía.

Mientras tanto, sigo hablando de cuando en cuando con Rosa María a través del teléfono. Me dice que su salud va empeorando y que cada vez le resulta más difícil mantener sus dos trabajos para subsistir. “Yo solo quiero cerrar el ciclo, vivir mi duelo”, asegura. El silencio, de a ratos, se apodera de nuestra conversación; en el país en el que se siembra violencia, las palabras nunca alcanzan para poder nombrar la injusticia.

@lucianawainer_

Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.


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