Por Mariana Conde
El día en que mi hija cuando tenía seis años leyó por sí sola las primeras líneas de su libro favorito, lloré de felicidad. No es exageración.
No fue simplemente porque logró algo que yo no estaba segura en ese entonces si cualquier persona con Síndrome de Down podría hacer, ni sólo por ver al fin el fruto de incontables horas de terapia –nunca podré expresar adecuadamente todo mi agradecimiento a cada una de sus terapeutas– y de tardes enteras invertidas en lectura en casa.
El primer pensamiento que vino a mi cabeza al verla sentada leyendo en voz alta lenta y torpemente, sílaba por sílaba, las oraciones que formaban una versión sencilla de Alicia en el País de las Maravillas fue: ahora tiene la llave, podrá aprender lo que a ella le dé la gana.
El ser lectora le abría la puerta al mundo. Podría leer desde un recado, una tarjeta cariñosa de su abuela, participar del aprendizaje en su escuela, hasta viajar a donde quisiera a través de las historias. Lo cual puedo decir que hace con mucha frecuencia.