Por Mariana Conde Mena, parte de la primera generación del programa Que Tu Voz Se Escuche de Bayer, Danone, Opinión 51 y TikTok.
“Nos apena mucho pero no recibimos a niños así; verá… no estamos preparados para atenderlos como necesitan”. La respuesta de esta escuela, tercera de mi lista, no me sorprende. A estas alturas llamo solo por molestar, para hacerles pasar diez segundos de vergüenza, antes de regresar su atención al alumnado perfecto que sí admiten. A la siguiente que me contesta lo mismo, respondo frustrada: “¡Y usted cree que yo estaba preparada para tener una niña con Síndrome de Down!”.
Pienso que puedo reportarlos, a esta creciente lista de colegios excluyentes; a fin de cuentas, en México la Constitución marca en su artículo tercero que toda escuela tiene obligación de admitir a cualquier niño incluyendo aquellos con alguna discapacidad. La pregunta es, ¿y dónde denunciar ahora? ¿A la golpeada CONAPRED? ¿A una CONADIS en vías de extinción? Medito si se me antoja torcer el brazo a una escuela mediante alguna de estas instancias para obligarlos a respetar nuestros derechos y admitirla a fuerzas. Decido mejor no, legislación aparte, no quiero a mi hija en una escuela que no tenga ganas de recibirla.
Con un poco más de distancia veo de otra forma el problema: de nada sirve establecer una ley si no se sostiene con planes y presupuesto para ejecutarla, si las escuelas no reciben la capacitación, los recursos necesarios ni la vigilancia para asegurar su cumplimiento. Aunque, por otro lado, me consta por múltiples y valiosas excepciones que todo lo que se necesita para que una escuela abra sus puertas a niños diversos son una o más personas comprometidas, alguien con la firme creencia en los derechos iguales e inalienables de todos. Estas excepciones no se dan sólo en escuelas particulares con acceso a billeteras privilegiadas; hay numerosos ejemplos en escuelas públicas, tanto urbanas como rurales. La historia siempre es similar: empieza con una maestra o un director que, al recibir la visita de una madre como yo, en lugar de contestar que no están capacitados, responde que en efecto no lo están y acto seguido pregunta ¿qué necesitamos hacer para prepararnos?
Frecuentemente, los individuos abiertos a la inclusión lo están por tener algún vínculo personal que los lleva a ella: un sobrino, una ahijada, un vecino. Una hija. Lo reconozco, yo no tenía la mínima idea de lo que implicaba la discapacidad intelectual —ni tuve gran motivación para averiguarlo— hasta que nació mi hija. Y me parece que, hasta ahora, esa es casi la única forma de empatizar de lleno. Mientras no nos toca la ruleta, ignoramos por completo a toda una población que vive junto a nosotros —juntito, no hablo de eslovacos o maoris— hasta que cae uno en nuestra casa.
La mayoría de la gente incluso se siente incómoda, cuando no temerosa, en presencia de alguien con discapacidad. Atribuyo esto al menos en parte a dos cosas: la primera es que tal vez no queremos pensar en nuestra propia vulnerabilidad como seres humanos, pensar que nosotros o uno de nuestros hijos pudiera haber sido, o convertirse, en ese ser en apariencia imperfecto; la segunda es la poca visualización que hasta años recientes tenía esta minoría. Muchos de ellos, en especial aquellos con discapacidad intelectual, eran guardados en casa por vergüenza o sobreprotección; otros, literalmente no podían circular solos en la calle por falta de rampas, apoyos auditivos para personas ciegas o visuales para las sordas. Esto hacía que el encuentro con una persona así fuera algo inusual y bizarro.
Por fortuna, eso está cambiando. Con más y más frecuencia vemos niños de todo tipo jugar en el parque, personas en silla de ruedas reciben nuestro pase de abordar en los aeropuertos, personas ciegas contestan nuestras llamadas en call centers. Se tiene un poco más de consciencia acerca del valor de la inclusión como un anhelo, aunque la práctica queda corta. Los espacios que con tanto esfuerzo han ganado otras luchas sociales como la feminista o la LGBT, aún nos quedan lejos a quienes vivimos con la discapacidad cerca y les quedamos a deber a todos ellos que no pueden ejercer su propia voz, a esos “más débiles” que se supone son los primeros a quien toda sociedad civilizada debe cuidar.
Pero regreso a las escuelas. Incluso aquellas que gustosas abren las puertas a alumnos con alguna discapacidad, lo hacen a condición de que sus padres corran con los gastos de esta inclusión. En unos casos se cobran cuotas extraordinarias que pueden equivaler a media o hasta una colegiatura más, en otros requieren una maestra de apoyo (antes conocidas como “sombras”), cuyo costo corre también por cuenta de la familia. No quiero con esto situar culpa en las escuelas o insinuar en absoluto algún lucro con esta población, más bien apunto hacia los valores o paradigmas que tenemos en una sociedad que no funge como comunidad y que presupone que hay quienes no estarían de acuerdo en que el costo agregado de todos los niños, de y con cualquier condición, se prorratee; que eso no sería justo. Como si justo fuera que los papás de niños con discapacidad debamos pagar un precio material más alto por nuestros hijos. Y sí, en México la discapacidad sale cara: atención médica especializada, terapias, maestro sombra, cuotas especiales… Yo me pregunto, para hacer la cosa más equitativa: ¿a la familia del niño distraído, le cobrarán más? ¿O acaso a la del hiperactivo, del niño con dislexia, el tímido y el gordito? Tal vez a los papás que viven un divorcio cuyas consecuencias emocionales carga el niño cada día en la mochila, o al padre o madre de aquel que sufrió una pérdida familiar... ¿Por qué lo que suena ridículo en otros casos, lo aceptamos como correcto en los casos de discapacidad?
Si pudiéramos enfrentar con más realismo la incertidumbre de nuestro cuerpo, esa parte quebradiza de la condición humana, tal vez seríamos más conscientes de que en cualquier momento yo o uno de los míos podríamos convertirnos en “eso” y que seguramente con la edad, lo haremos. Entonces quizá sería concebible que, tal y como el costo de los servicios públicos, de la diabetes, del bufete de un restaurante, el de la discapacidad fuese uno que asumiéramos parejo entre todos.
Yo por lo pronto, todavía de vez en cuando, mientras reflexiono sobre estas cosas y tengo cinco minutos que perder, saco mi directorio y marco a otra escuela. Nomás por joder.
Mariana Conde
Presidenta
Familias Extraordinarias
www.familiasextraordinarias.com
IG y FB: @FamiliasExtraordinarias
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