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Por Mariana Conde
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Respeto a los que deciden no tener hijos. Es común que los tachen de egoístas o superficiales y no entiendo por qué. Creo que hay algo de temeridad en enfrentar, no solo a una sociedad proliferante, genético-imperialista, sino a la propia biología que desde la última célula nos impele de manera instintiva a reproducirnos.

Mi tía Maggie y su esposo Phil se casaron en los años 70 y desde un inicio decidieron no tener hijos; su determinación fue absoluta y quemaron inequívocamente sus naves: él se hizo la vasectomía y no volvieron a mirar atrás.

Ambos estadounidenses, migraron a Canadá en rechazo al enlistamiento forzoso para la guerra de Vietnam. Antes protestaron, escribieron cartas, se sumaron a manifiestos, pero ante la sordera oficial decidieron buscar la paz en el más moderado Canadá.

Siempre los admiré: tenían trabajos en el área de servicio social a familias marginadas y jóvenes con problemas, viajaban mucho y casi nunca se les oía discutir salvo sobre temas de arte, política o literatura: ella era una romántica empedernida, adoraba a Flaubert y él prefería a los modernos americanos; Fitzgerald y Sallinger eran su top, mientras que a ambos les parecía que a Faulkner se le había pasado un poco la mano con su flujo de consciencia. Desde su punto de vista socialista, para ellos la buena literatura debía ser también accesible.

Como pareja eran de llamar la atención, no porque fueran particularmente guapos o escandalosos, sino por esto: Maggie, fiel a nuestra herencia yucateca, medía 1.46 m y Phil 1.98 m. Nunca faltó el primo con humor mexicano que observara que, ante esa distancia entre ombligos, era obvio el por qué nunca tuvieron hijos.

Como Phil y Maggie, me vienen a la memoria otras parejas sin descendencia y me queda claro que hay duplas que funcionan bien tanto con, como sin hijos; incluso encuentro entre estos últimos algo que solo alcanzo a describir como tranquilidad. (O acaso atribuyo esa virtud a una configuración familiar opuesta a mi estado actual con hijos pequeños, perro, un marido workahólico y una tortuga). A lo que quiero llegar es a que un camino es tan valioso como el otro, pero observo, aún en estos tiempos tan diversos, una discriminación a las parejas que rompen con el rol de propagadores de la especie. ¿Será en el fondo por envidia? Y que, como en un gran juego de jala-la-soga, los emparejados queremos hacer caer a nuestro campo a los solos, los casados a los solteros; ¿los con hijos a los sin hijos?

Ahondando en estos temas, llego inevitablemente al rol “tradicional” de la mujer, y me viene a la mente otra tía. La tía Fina no paraba de quejarse de su marido, día y noche: que si era un borracho, que no ganaba bien, que sus ronquidos, casi siempre acompañados de una que otra flatulencia, no la dejaban dormir. Bastaba que alguna de las sobrinas cumpliera 15 años para que todo eso se olvidara y empezaba a acosarnos preguntando cuántos novios teníamos y cuándo nos casaríamos. “Ay sí, chula, el estado ideal de la mujer es ser esposa y mamá”.  ¿A qué se debería esta repentina amnesia? ¿Será que pensaba que nos iría mejor que a ella, que encontraríamos un candidato menos tomador, ruidoso y pedorro? No, estoy convencida que el chiste era que, con facilitador bueno o malo, nos sumáramos a la condición de mujer y madre abnegada que en la visión de las de su época nos correspondía.

En la vida de hoy, de mujeres si no empoderadas, empoderándose, de ruptura de techos de cristal y marchas feministas, el ser soltera es aún para muchos señal de fracaso, no de autodeterminación y la mujer que no quiere hijos, es incluso una amenaza. Lejos de reflejar una carencia en ellas, se muestra la de una sociedad patriarcal que aún pretende determinarles su valía por como un hombre las pondera y por su capacidad –o voluntad– de tener descendencia.To breed or not to breed, esa es la pregunta. Y me alegro que lo sea; que no tengamos hijos por default, que la mujer pueda decidir sobre mucho más que su cuerpo: sobre cómo quiere vivir los próximos 30 años de su vida. Qué digo 30, el resto de sus días, porque bien dicen: por lo hijos nunca deja uno de preocuparse. Si la respuesta es que quieren pasarla con uno o varios pedacitos desdoblados de sí mismas creciendo a su alrededor, cayendo, levantándose, llorando y riendo con ellos, magnífico y bienvenidas: es una vida plena, agridulce, ingrata y hermosa. Pero si su camino es otro, bravo también, celebro que cada quien tenga la posibilidad de hacer de su vida un papagayo y volarlo tan alto como pueda.


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