Por Mariana Conde
De chica jugaba “policías y ladrones”. Era emocionante planear estrategias con tu equipo, esconderse, aliarse, tener el chiflido secreto para avisar que venían los otros. La primera vez que lo jugué, tendría unos cinco años, me costó mucho trabajo entender que, ya identificada con los policías, me tocaba volverme ladrón. Un sentimiento interno de fidelidad se encontraba incómodo con este cambio de bando y “la regué y perdimos la partida”.
De grande jugué a ser mamá. Fueron meses de vibrante espera, a ratos de euforia, de irme enterando a través de amigas, parientas, libros, sobre lo que venía. Bastó una prueba casera para sumarme en automático al clan de la maternidad y comenzar a capacitarme para ese rol. Me costó trabajo asimilar después, ya identificada con las regulares, que mí me tocaba volverme “especial”. Todo mi marco de referencia anterior no me serviría, necesitaba aprender uno distinto.
Hace un par de días me enteré con gusto que, en uno de esos grupos masivos de mujeres en redes sociales, había un subgrupo de inclusión. Al parecer, se armó a raíz de indagaciones de algunas mamás sobre escuelas donde admitieran a sus hijos con algún tipo de condición permanente o discapacidad.