Por Mariana Conde
Algunos dirán que ya es un poco tarde para deseos de año nuevo, pero ojo, que lo mío no es un propósito sino lo que dije, un deseo.
Imagino un mundo, o al menos para empezar, un México, en el que llego a dejar a mi hijo al kínder y una de las maestras que lo recibe en la puerta es una entusiasta chica con parálisis cerebral. Llamo a mi banco para arreglar un problema con mi cuenta y el supervisor del call center es un hombre de voz suave, con mucha paciencia y ciego. Tengo cita con el notario y uno de los abogados es alguien con asperger. Al menos una de mis diputadas es usuaria de silla de ruedas y Mara, mi hija con Síndrome de Down (SD) puede elegir a qué universidad irá sin tener que preocuparnos si gente como ella es bienvenida, si ahí hay programa de inclusión, si nos van a cobrar extra, pedirle niñera u ofrecernos un “diplomado” en el que aprenda a untarle mayonesa a un sándwich.
Ayer fui al súper. En la esquina de Hérdez con La Costeña vi una cara familiar acomodando productos. Tardé unos segundos en hilar quién era esa persona, fuera de contexto para mí en tal lugar. Entonces me cayó el veinte, era Arturo, papá de un niño con SD que conozco por nuestro grupo de apoyo.