Por Mónica Ramírez Cano, psicóloga, criminóloga y perfiladora criminológica. A lo largo de los años se ha especializado en violencia serial.
Fue en Lisboa, Portugal; lo recuerdo como si hubiese sido ayer. Era fin de semana y aunque generalmente me quedaba en mi habitación haciendo más de lo mío, ese sábado había salido del instituto que me había reclutado como investigadora invitada: el Instituto Superior de Policía Judiciaria y Ciencias Criminales de Portugal. Ahí pasé un año realizando mi investigación doctoral en materia de violencia serial, que fue más bien una especie de deprivación sensorial durante la cual fui entrenada en casi todos los menesteres criminológicos que llegarían a mi vida años más tarde.
Era un sábado de julio y fue ese mismo sábado cuando decidí y reafirmé mi elección de ser criminóloga (la criminología no consiste simplemente en decantarte por una carrera universitaria o un posgrado; es un estilo de vida). La semana había estado muy complicada, habíamos trabajado intensamente en un par de casos criminales de alto perfil y mi cabeza necesitaba un descanso, necesitaba un espacio para confirmar mi decisión de lanzarme al mundo de la criminología con todo lo que ello implicaba o hacer un alto.
En aquellos días ensayaba lo que vine a confirmar años después: en lo que se refiere a mi profesión, de toda experiencia vivida obtenemos aprendizajes diversos y la clave está en identificar cuál o cuáles son estos en determinados momentos. Así ha sucedido con cada una de las personas privadas de la libertad que me han permitido recorrer de su mano toda su vida para identificar las raíces de la violencia en la que han incurrido y estructurar programas de prevención del delito. Transitando por esas arduas veredas, llegué al estudio de la mente criminal de personas acusadas por delitos como secuestro, narcotráfico, tráfico humano y tráfico de armas, entre otros.
La llamada que dio inicio a esta larga etapa de mi vida, de aprendizaje único como lo habían sido las anteriores, llegó un sábado por la tarde: la propuesta fue definitiva y no negociable: debía perfilar criminológicamente a Joaquín Guzmán Loera, el “Chapo” Guzmán, reaprehendido el viernes anterior después de fugarse por segunda ocasión.
La pregunta recurrente respecto al “Chapo” Guzmán es y ha sido siempre: ¿qué se siente estar frente al narcotraficante y delincuente más buscado del mundo? Créanme, he estado frente a seres humanos que han cometido delitos terribles y mi respuesta es la misma: sin olvidar jamás con quién estoy, a mí me toca conocer el lado humano de estos personajes a quienes la sociedad ve como monstruos. Esa fue mi decisión y elección de vida profesional, y de ellos también hay lecciones que aprender: algunas dolorosas, otras que cambian paradigmas, otras que nos permiten ver las cosas desde otro sitio, pero siempre interesantes.
Para el “Chapo” estar en prisión en esos momentos representaba un descanso. Ya estaba “cansado de correr y esconderse”, quería retirarse. Dentro de prisión -en este caso mexicana-, se le permitía lo estipulado por ley: visitas de quienes él anotara en su cárdex, su mujer, hijas e hijos, familiares, abogados; pasar el tiempo correspondiente y permitido al aire libre; contar con atención médica y psicológica; alimentación; actividades recreativas como la lectura (el “Chapo” es un ávido lector de poesía e historia); deporte, etcétera.
Con lo que yo no contaba, era con que los capos de la vieja escuela, esos que respetan y creen en la palabra, en los acuerdos, en el respeto de las familias, y otras cosas que han venido a sustituir por intimidación y violencia los narcotraficantes actuales, son personas que tienden a hacer caso a los medios de comunicación para saber si las fuerzas del orden están cerca o qué se está diciendo de ellas y ellos, y confían ciegamente en sus abogados, en su gente.
En una plática informal, mientras con cautela probaba un poco de arroz del menú del día, Joaquín me contaba que se había escapado porque no quería que le extraditaran. Le pregunté si sus abogados sabían de qué delitos en específico le acusaban en el vecino país del norte y mientras conversábamos sobre el modo de operar de las fuerzas del orden norteamericanas, me aseguró que no permitiría su extradición. La historia nos comprobó que no fue así. Lección aprendida: los seres humanos tomamos con frecuencia decisiones por las razones equivocadas. Desde luego, no necesitó venir un narcotraficante a enseñármelo, pero ver su decisión reflejada en hechos tan determinantes para la vida del “Chapo” Guzmán, reforzó el aprendizaje.
—Joaquín, cuéntame sobre la primera vez que ganaste dinero —le pedí.
Me platicó que ayudaba a su abuela Pomposa y a su madre a vender en los pueblos cercanos a Badiraguato el pan que horneaban. Había un árbol de naranjas detrás de su casa y cortaba algunas que también se llevaba para vender.
—Éramos muy pobres señorita —me decía mientras comía— había veces que pasábamos meses a puro atole y pan que horneaban mi abuela y mi madre.
Joaquín llenaba dos morrales, uno con pan y el otro con naranjas, y los cargaba en un burrito que se llevaba para la tarea.
—¿Qué nombre tenía tu burrito Joaquín, te acuerdas? —le pregunté.
—No pos no me acuerdo señorita, pero cómo me acompañó ese burrito en las buenas y en las malas; tanto tiempo… ¡a veces cómo me hacía batallar el canijo!
De sus días difíciles de niñez -porque según sus relatos también hubo momentos felices-, el “Chapo” aprendió lo que no quería; no permitiría que sus hijas e hijos pasaran por lo mismo, así que se dedicó a hacer lo que los años le enseñaron: a vender y a negociar, pero por la vía de la ilegalidad. Y ha pagado un precio muy elevado.
—Listo Joaquín, es todo por este día —comenté una tarde después de una larga jornada. Recogía papeles y demás cosas que yacían sobre la mesa. Daban ya casi las ocho de la noche y antes de abandonar el área de entrevista, le comenté que era mi cumpleaños.
—¿Cómo que es su cumpleaños? A una dama no se le pregunta su edad, lo que sí le voy a decir es que se vaya a celebrar.
—Tengo muchas cosas que hacer aún Joaquín, lo que sí haré será cenar.
Me pidió que lo disculpara por lo que me iba a decir a continuación.
—Va a decir que no me cree, pero usted me dijo que no deberíamos de dejar pasar los momentos importantes —me dijo que aprendiera de él, que nada valía tanto para perder todos esos momentos que él se había perdido con sus seres queridos, ni siquiera el trabajo.
—Al final, los hechos son los que nos recomiendan, pero esos momentos no volverán jamás —dijo.
Escucharlo hablar así me invadió de tristeza, pero de tristeza porque lo que él me estaba diciendo, tal como me lo había dicho mi abuelo alguna vez y de la misma manera que me lo decían mis padres y algunos amigos; era algo tan acertado. Para ese entonces yo trabajaba como si no hubiera mañana, como generalmente lo hacemos todas y todos; no tiene que venir ningún delincuente a descubrir el hilo negro por nosotros. Lo que trato de compartirles con este pequeño texto es que los humanos podemos tener tantos factores en común y eso nos hace ser parte de la misma especie, pero hay otros que nos diferencian y son las decisiones, las elecciones, sobre cómo vivir y cómo afrontar los acontecimientos de la vida.
Para el “Chapo” Guzmán no hay marcha atrás, pero existimos otros tantos para quienes sí que la hay. Cometer un delito puede ser simplemente una equivocación, un error, o una elección de vida como la que yo tomé al decantarme por la criminología, como la que hizo Joaquín Guzmán al decidir convertirse en el narcotraficante que fue. Se trata de identificar la oportunidad de hacer las cosas de manera diferente y aprovecharla, para no acabar aislados en el dormitorio de una prisión o dentro de nuestro propio hogar, al interior de nuestras familias, de nuestra sociedad. Lo de “vivir el aquí y el ahora” conlleva también una gran tarea, que es vivirlo, pero con responsabilidad.
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