Por Nurit Martínez
En las esquinas de la Ciudad de México es frecuente ver que quienes son limpiaparabrisas, los que hacen malabares, vestidos de mimos o pidiendo ayuda para un taco son en su mayoría jóvenes que por alguna razón no tienen trabajo ni están en la escuela; dejamos de decirles “ninis” (ni estudian ni trabajan) para no estigmatizarlos, pero los datos reales hacen ver que el principio de primero los pobres no hizo crear mejores oportunidades para los que menos tienen y menos para abrir esperanza de un futuro mejor.
El Estado mexicano no ha sido capaz de hacer que, al menos después de 12 años de estudios de tipo básico, los jóvenes mexicanos tengan la esperanza de un México de oportunidades.
Si una joven o un joven logra vencer las adversidades de su contexto y terminan el bachillerato su certificado no hace que puedan tener las oportunidades de empleo o desarrollo social. A lo máximo que aspiran es a tener un empleo en la informalidad o una ocupación sin pago o retroactivo.
La exigencia del mercado laboral incrementó en la última década las necesidades de personal con mayores calificaciones aptitudinales, por el desarrollo de la tecnología y la competencia del mismo mercado. Incluso, las escuelas de la colonia, del barrio o del municipio ofrecen carreras de hasta tres años de las cuales egresan miles de jóvenes sin que tengan garantía de que adquirieron habilidades mínimas para el empleo, para solicitar un empleo.
Todos ellos se topan con el mundo real porque en realidad poseen una formación de lo que los especialistas llaman analfabetas funcionales de sus profesiones. Tienen grados o títulos inservibles para el mundo real, de ahí que hoy están incorporados al empleo informal de las familias, choferes de aplicaciones, repartidores y otras formas de subsistencia en el mundo informal. Eso no le hace nada bien a la economía número 15 del mundo. Pero lo peor es que la política pública no lo advierte, en estos años el foco solo fue hacer que ya no se les calificara y no hubo más.
Los más recientes diagnósticos en la Secretaría de Educación Pública (SEP) apuntan a que las oportunidades para hacer que los jóvenes mexicanos tuvieran mayores oportunidades educativas no solo es un fracaso. Eso es lo de menos, lo que hay detrás es la condena a que miles de vidas, en la plenitud de sus capacidades no hayan alcanzado las habilidades para aportar a su economía y en el largo plazo a la del país para proyectar un mejor futuro.
El eslogan, la promesa de campaña de Primero los Pobres en materia de la Educación Superior no solo es eso un rubro de número rojos, es a decir de lo que han logrado países en América Latina una política fallida dado que mientras en México el promedio de jóvenes que concluyeron el bachillerato y buscaron ingresar a una carrera universitaria y lo alcanzaron apenas fue de 42 de cada 100, en promedio en países de Latinoamérica fue de 46 de cada 100.
Si el comparativo es con países con los que compite la economía mexicana, los que están integrados en la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, la desventaja aumenta: 42 mexicanos contra 57 de esas naciones de la organización. Es decir 15 jóvenes rechazados de diferencia.
Hay quien subestima esto, pero veamos que al interior del país las desigualdades se incrementan. La política de Primero los Pobres no desplegó sus mejores acciones para hacer que los desfavorecidos no resultaran aún más lesionados de lo que ya estaban con las medidas neoliberales de restringir el acceso a ciertas carreras en las universidades públicas del país, o bien, para decirlo de forma cruda: que los rechazados de las universidades públicas no se incrementaran.
Cinco años después de políticas que no fueron claras tenemos que la desigualdad de oportunidades creció. La diferencia entre jóvenes de las entidades más pobres como Oaxaca, Chiapas y Guerrero es de 20 a 24 por ciento menos que en el promedio nacional que es de 42 jóvenes de cada diez. Esto por falta de espacios, por capacidad para aprobar exámenes de ingreso y otras razones económicas, familiares y personales.
El desafío es enorme, los jóvenes más pobres siguen sin oportunidades. La política pública en materia educativa no tiene los alcances para, en principio, tener esquemas de revaloración de los beneficios en el largo plazo de seguir estudiando. Cómo comunicar eso a las familias, a los mismos jóvenes.
A esa edad, al llegar a los 18 años, las necesidades inmediatas están cancelando el futuro de todos ellos. ¿Qué hacemos con los jóvenes?, es la pregunta en la cual la política pública tienen inmersa ya dos décadas, cuando México aún discutía qué hacemos con el bono demográfico que nos quedaba. Hoy eso parece una oportunidad perdida, tal como nos ocurrió con aquello de que administraríamos la abundancia petrolera de los años 70 del siglo pasado.
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