Por Silvia Garduño
Hace poco conocí a una familia salvadoreña refugiada en Monterrey. A través del Programa de Integración Local de ACNUR, la familia acababa de ser reubicada desde el sur de México, el padre recién había sido contratado en una vidriería y la hija y el hijo adolescentes ya estaban yendo a la escuela. Recuerdo que la madre, Carla**, traía una férula en un brazo, resultado de agresiones que sufrió en su país, y que por el momento se dedicaba al hogar, aunque no descartaba trabajar en un futuro. Cuando toqué a la puerta, un cachorro salió disparado a recibirme. Había sido adoptado casi obligatoriamente por la familia, pues el dueño de la casa -y del perro- accedió a rentarles la vivienda sólo si se hacían cargo del perrito. Carla no se veía muy convencida de tenerlo, pero el can hacía feliz a Martín**, su hijo de 14 años, y eso la hacía feliz. La familia llevaba poco más de un mes en el nuevo hogar que había equipado con lo mínimo: un frigobar, unas hornillas que hacían de estufa, una pequeña mesa y, para mi sorpresa, un teclado eléctrico. Tomando en cuenta que apenas se habían instalado en la ciudad, el teclado salía completamente de la escena. Cuando Carla comenzó a contar su historia, sin pregunta de por medio, hizo referencia al instrumento musical, “lo único que nos trajimos fue la ropa y el teclado del niño”, me dijo. Para mi sorpresa, el artefacto les había acompañado durante todo el trayecto que iniciaron a finales de 2022 para llegar primero a Frontera Comalapa y después a Tapachula, donde solicitaron asilo, y ahora a Monterrey. Las personas refugiadas salen de sus países con lo indispensable, que por lo general se reduce a una muda de ropa, algunos papeles, amuletos y fotografías, lo que quepa en una maleta. Pero lo indispensable cambia de persona a persona, de familia a familia, y para ésta, el teclado era algo que no podían dejar atrás: el joven había aprendido a tocar de oído desde los cuatro años, durante las sesiones dominicales de la congregación religiosa que se reunía en su casa. Cuando tuvieron que huir, su madre no dudó en cargar con el instrumento que validaba su talento. Era su manera de empacar sus sueños.
La historia de Martín y su teclado deja ver un poco quiénes son las personas refugiadas: ellas, quienes salen de sus países de manera forzada, las que no quisieran dejar su comunidad, su congregación religiosa y su música, pero tienen que hacerlo para salvar la vida. Si nos viéramos en las mismas circunstancias, probablemente haríamos lo mismo.
Los sueños se empacan de muchas maneras. El año pasado conversé con mujeres refugiadas jóvenes, recuerdo a dos hermanas nicaragüenses, Nataly y Scarlett, instaladas en Aguascalientes, y a una joven venezolana, Cecilia, refugiada en Tijuana. Las hermanas dejaron Nicaragua luego de amenazas que recibieron por publicaciones que hicieron en el periódico universitario denunciando un problema ambiental. Los padres de Cecilia en Venezuela optaron por poner a su hija a salvo en México, luego de algunas situaciones en contra de la comunidad estudiantil en su ciudad. Al preguntarles qué habían traído con ellas desde sus países, todas me contaron que trajeron sus certificados de la escuela, pues era primordial continuar con sus estudios universitarios en México. Hoy, Nataly está a punto de graduarse como ingeniera química, Scarlett como licenciada en administración y negocios, ambas en la Universidad Tecnológica de Aguascalientes, y Cecilia terminó ingeniería en software en la Universidad Autónoma de Baja California. Por supuesto que hubo cosas que no cupieron en una maleta, pero basta con cerrar los ojos para sentirlas cerca. Para Nataly y Scarlett, el intenso sol de Aguascalientes le dio un valor muy importante a la lluvia de Managua. Como recuerda Scarlett: “necesito que llueva, el olor a tierra mojada es Nicaragua”.
Hace unos días, ACNUR publicó su Informe Anual sobre Tendencias Globales 2023. Por décimo segundo año consecutivo, el desplazamiento forzado alcanzó niveles históricos, llegando a 120 millones de personas desplazadas por la fuerza hasta mayo de 2024. El aumento se debe tanto a las consecuencias de conflictos nuevos y existentes como a la incapacidad de resolver crisis prolongadas. En América Latina hay 23 millones de personas asistidas o protegidas por los Estados en colaboración con ACNUR y sus organizaciones socias. México también rompió récord de solicitudes de asilo al rebasar las 140 mil en 2023.
En el Día Mundial de las Personas Refugiadas, les invito a poner rostro a estas cifras. Martín, Carla, Nataly, Scarlett y Cecilia son solo algunas de las miles de historias detrás de estas cifras. Hace unos meses lanzamos una campaña en la que varias mujeres refugiadas en el mundo decían quiénes eran. “Soy una mujer refugiada…pero también soy piloto en una aerolínea. Soy una mujer refugiada, pero también soy ingeniera en software. Soy una mujer refugiada, pero también soy estudiante, portavoz, emprendedora”. Las personas que han sido forzadas a huir son mucho más que su condición de persona refugiada. Como cualquier otra persona, persiguen sus sueños, lo que pasa por empacarlos durante un tiempo. Ya llegará el momento de desempolvar el teclado, de retomar los estudios y probablemente, de volver a oler el aroma de la tierra mojada.
**Algunos nombres han sido cambiados por temas de protección.
* Silvia Garduño es la oficial de Información Pública del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR-México).
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.
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