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Por Sofía Díaz Pizarro

Mi hija aprendió a caminar con mis tacones. Desde chiquitita le encantaba ponerse mi ropa. Usaba mis faldas como sombrero y a veces mis bikinis acababan como moños de alguna falda que le quedaba larguísima. Pero lo que más le gustaba hacer era usar mis tacones. Tengo tantas imágenes en mi mente, y gracias a Dios, tantas fotos y videos de ella caminando en mis tacones, usando mi bolsa, lista para salir a comerse al mundo en una mordida en su paseo al parque. Obviamente, tras usarlos un minuto, salían disparados a través del pasillo y ella corría libremente con sus piecitos descalzos.

Desde luego que no es bueno ni para los pies ni para la columna de los niños (ni la nuestra) andar en tacones. Sería algo que no le permitiría usar más tiempo de los segundos que los usaba. Lo que es cierto es que, en cada una de estas puestas de tacón, había mucho más que solo el divertido sonido al andar que hacían; había un sentido de identidad conmigo. Verla hacerlo o usar mis lipsticks al sentarse junto a mí frente al espejo y verla imitarme al ponérselo lo más cercano a los límites de los labios, nuestro reflejo en el espejo, su mirada llena de amor y una admiración total.

Mujeres al frente del debate, abriendo caminos hacia un diálogo más inclusivo y equitativo. Aquí, la diversidad de pensamiento y la representación equitativa en los distintos sectores, no son meros ideales; son el corazón de nuestra comunidad.