Por Stephanie Orozco
La feminista bell hooks escribió un día: “Casi todos encontramos difícil aceptar una definición de amor que diga que no podemos haber sido amados en un contexto abusivo. La mayoría de los niños que han sufrido abusos psicológicos o físicos han aprendido de sus tutores que el amor y el abuso pueden coexistir. Y en casos extremos, que el abuso es una expresión de amor. Este concepto erróneo del amor a menudo conforma nuestra percepción adulta del amor”. No actuar, no romper con esos ciclos de violencia, abona de una forma u otra a que otras niñas pasen de un espacio inseguro a otro, según la etapa que vivan. En casi cada espacio que pisamos de niñas a adultas, enfrentamos contextos de violencias e iniciar a cuestionar y derribar esto en casa, no siempre es lo más sencillo.
Probablemente uno de los retos más duros a los que nos enfrentamos las feministas es a actuar de nuevas formas (no siempre bien aceptadas) en nuestros núcleos familiares. Reconocernos feministas no nos obliga a actuar para cambiar nuestros contextos. Hemos intentado quitar la responsabilidad de rehacer conductas, deconstruir a los hombres y educar en todos los espacios que habitamos. Sin embargo, la familia al ser el lugar en el que muchas de nosotras pasamos varios años, después de la niñez y en nuestro camino de adoptar el feminismo, es nuestro primer espacio de reflexión al notar ahí las primeras señales de injusticias. Conforme la propia convicción nos nutre, vamos descartando situaciones en las que no nos sentimos cómodas. De ahí que nos digan que la incomodidad es aquello que nos hace movernos de los lugares que más familiares nos pueden parecer, porque es cuando dejamos de normalizar aquello que nos impide desarrollarnos con plenitud.
Hacer saber a las personas con las que compartimos el hogar de actitudes que pueden estar dañándonos es, sin duda, uno de los retos a los que las feministas nos enfrentamos y lamentablemente, seguiremos enfrentando por años y años. Las pláticas no bastan, somos nosotras las que podemos llegar a “exagerar” todo o a las que se nos prohíbe que hablemos “de esas cosas” a la hora de la comida. Nosotras, las que no podemos decidir sobre nuestra apariencia porque la gente tendrá de qué hablar. Nosotras, las que tenemos que ser “señoritas” y ser buenas hijas. Somos nosotras las que tenemos que llegar a las 10, mientras nuestros hermanos pueden no volver a casa esa noche. Somos nosotras las que sin importar los años que pasen, hay que servirle más al plato del hermano que se quedó con hambre.
Mucho se habla actualmente de honrar a quienes fuimos de niñas porque en ellas existe alguien que les resguarda ahora. En ese sentido cobra relevancia dejar de adjudicarnos el cuidado de otras, otros y otres como si fuera una cuota con la que debemos de cumplir. Y más transgresor aún, dejar de hacer lo que los hombres pueden hacer y que lo quieren hacer pasar por “favores” ¿Hasta cuándo las niñas que viven en nosotras tendrán que vivir en constante educación para cuidar y servir a otros? No habrá justicia social hasta que las niñas puedan dedicar su tiempo propio a la educación, dispersión y autocuidado. De ninguna otra forma podremos hablar de infancias felices si estas no son amadas y respetadas por sus familiares haciendo respetar sus tiempos y espacios. Pensemos en nuestros pasados y dejemos de ver en las infancias un sujeto de servidumbre, de desahogo emocional o una esperanza para nuestro cuidado en la vejez.
Las niñas que cuidan son niñas que sufren explotación. Las niñas que no pueden ser niñas, son mujeres que ya están conociendo un lado de las múltiples injusticias sociales y violencias que nos acompañan en toda nuestra vida. Para todas ellas, quienes hoy tienen 8 o 60 años, les invito a ser todo aquello que no teníamos que ser: rebeldes.
(2/2)
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.
Más de 150 opiniones a través de 100 columnistas te esperan por menos de un libro al mes.
Comments ()