Por Ivabelle Arroyo
Nunca he caído en las promesas de un político y creo que encontrar a un candidato perfecto es señal de haber perdido la razón. Defender con el corazón a un gobernante es peor. Pero lo contrario (odiar a Trump o a AMLO o a Dante Delgado) tampoco es señal de buena salud.
Decía que nunca he caído en las promesas, pero confieso que he caído en la angustia. Una vez, uno de esos nefastos que abundan obtuvo un cargo y yo me hundí en la desesperación. Hundida sin remedio. El futuro lo vi negro, mis aspiraciones ya no parecían tener camino y creí que todos íbamos a deambular sin rumbo como zombies por culpa de ese patán.
Igual que regodearse con las promesas, ser devorado por el terror a un acontecimiento de la vida pública es un síntoma de extravío racional. Y no, la culpa no la tienen ni los patanes ni sus decisiones ni lo que suceda en nuestra cuadra. Hay algo ahí dentro de uno mismo que está desajustado. Los patanes pueden ir y venir.
Sigo con mi caso. Empecé a tener crisis de angustia, cada vez con mayor frecuencia. Intento describirlas: el estómago duele, el pecho se aprieta, el aire falta, los dedos de las manos hacen torsiones, duele la garganta; el pensamiento y la oralidad adquieren la velocidad de la luz. Al menos en mi caso. Los techos parecen bajos, los lugares estrechos, las sillas incómodas. Todo va más lento de lo que debería y falta el aire. De pronto, sin razón aparente, pero sólo si tienes suerte, hay un alud de lágrimas. Y entonces descansas. Si no hay lágrimas, sigues así hasta que te tomas tres whiskys porque ya no aguantas más la presión de la sangre y de tus órganos que quieren rebasar la piel que los contiene.
Total, el horror. Yo culpaba al patán de la vida pública y, como no soy ajena a los problemas de depresión y angustia, recurrí a todos mis métodos previos. Psicoanálisis. Terapia conductual. Yoga. Ejercicio. Crochet. Meditación. Whiskys. Respiración. Escritura. Lectura. Natación.
Todo me ayudaba, pero nada me sacaba. Un día en plena crisis eufórica, tomé una benzodiacepina que, por primera vez en meses, me hizo sentir tranquila. De aquí soy, pensé, y de inmediato busqué al único psiquiatra en mi entorno para que me diera una receta de esas maravillas. Como era mi amigo, pensé en decirle: vengo por Tafil, nomás dime cuántos y cuándo.
Por suerte ese psiquiatra es de los buenos y no hizo caso a mi demanda. Así no funciona, me dijo. Hablamos del patán y de mi incapacidad para procesar lo que sucedía en mi entorno. Hablamos de mi ansiedad. De mis esfuerzos por calmarla con whisky y yoga. Mi amigo, ahora mi médico, me pidió análisis de todo. Todo todito, de bioquímica sanguínea, hormonas, VIH, litio, tiroides, calcio… incluído un examen con cables pegados a mi cabeza. El problema no era el resultado electoral; podría ser algo en mi orina, en mi sangre, en el flujo de corriente eléctrica de mi cabeza. Muerto de la risa me decía: “cruza los dedos para que algo salga mal. Si algo sale chueco se arregla más fácil”. Y ahí me tienen, buscando errores en mis niveles de potasio.
Al final, tuve suerte. Efectivamente, algunos niveles estaban desajustados y entonces tuvimos que aumentar, regular y controlar las reservas de aceite, por así decirlo.
Mi caso no me alcanza para generalizar ni para dictar cátedra. Para eso se requiere un médico. Sin embargo, comparto mi historia porque aprendí que la revisión de esos niveles, que son neurotransmisores, es tan importante como medir el colesterol o el azúcar. Me di cuenta también de que durante muchos años sufrí desajustes sin saberlo. No eran mi carácter difícil o mi timidez o mi ego o mi furia interna o los problemas de la vida. Eran neurotransmisores. Desde que fui con el psiquiatra mi vida cambió radicalmente, entendí mucho de mí misma en el pasado y ahora valoro profundamente mi salud mental.
Sí, yo voy al psiquiatra, como al ginecólogo, como al dentista. Lo digo con orgullo y les recomiendo que lo hagan.
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