Por Jaina Pereyra
Cuando estudié Ciencia Política, muchos profesores explicaban el voto partidista con una analogía que hacía referencia al apego que la gente tiene con su equipo de futbol. Si tus papás eran pumas o americanistas, si tu familia era chiva, si todos tus amigos le iban al Cruz Azul, era fácil explicar que tú apoyaras al mismo equipo, sin importar desempeño en la Liguilla o la contratación o venta de jugadores. Lo mismo, decían, ocurre con el partido político por el cual votas tradicionalmente.
En ese entonces, la analogía parecía tener sentido. Los votantes eran, en su mayoría “duros”; votábamos por partido. Las elecciones se competían a tres y las identidades estaban bien definidas. Ni siquiera la victoria de Vicente Fox, que debió hacernos pensar más sobre otras identidades y menos sobre la partidista, nos hizo dudar de esta explicación.