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Cuentan que cuando mi bisabuela se encontraba en la calle a alguien que no quería saludar, se tapaba la cara bajo la creencia de que si ella no los veía, ellos no la veían. Así también lo creen los niños, las mascotas y este gobierno. El presidente y su equipo hacen lo mismo, pero con el lenguaje: lo que nombran existe, lo que callan, deja de existir. El ejercicio de gobierno se agota en la construcción epopéyica de una narrativa; en la confrontación simplificada de una dualidad, entre buenos y malos, en conflictos de solución obvia y sencilla, como sacar petróleo con popote o abrazar sicarios para que dejen de matar.

Todo se vuelve maligno, si se nombra junto a “conservador”, “neoliberal” o “fifi”. Todo se vuelve virtuoso (todos se vuelven virtuosos) si se le(s) asocia al “pueblo” o a la “transformación”. Ninguno de esos conceptos tiene contenido. A veces la empatía es neoliberal, a veces lo es Calderón. Salinas es un monstruo, pero sus colaboradores cercanos pueden ser titulares de Secretarías. Si lo contrastamos con los hechos no sabemos al día de hoy, qué puede ser más conservador que este gobierno ni qué más destructivo que la cuarta transformación, pero los hechos nunca son necesarios porque en cuanto a datos, siempre hay otros.

En el lenguaje se agotan todos sus códigos de interpretación del mundo y, por desgracia, también todo su ejercicio de gobierno. El presidente cree que las palabras son instrumentos más poderosos que las acciones y que no sólo pueden ocultarlas, sino que pueden sustituirlas.

Así lo piensan también su equipo y sus acólitos. Por eso Marx Arriaga ha salido con la novedad de que los libros de texto eliminarán algunas palabras por considerarse neoliberales: productividad, calidad educativa, competencia, eficiencia. Palabras que deben prohibirse para que a los niños no se les metan ideas. Palabras que no se discuten, no se sustituyen, se cancelan. Palabras que viven sin contexto, en el extremo de la miopía, piensan que en cinco o seis letras se esconde un monstruo que se combate con prender la luz.

Por eso los funcionarios de la Ciudad de México insisten en que no fue un experimento, sino un cuasi experimento, dar ivermectina a 200 mil capitalinos cuando su uso no había sido autorizado para ello, pero también muchos meses después de que fuera desautorizado. Siguen sin poder ver que el problema fue entregarla como cura, sin aclarar la duda que existía de que lo fuera.

Todas estas gestas de nomenclatura, normalmente agotan su función distrayéndonos de asuntos más importantes. Sin embargo, el domingo pasado vimos un ejemplo claro del uso de las palabras para sustituir las acciones de gobierno que deberíamos condenar. El periódico Crónica publicó un reportaje espeluznante que revelaba cómo en los albergues del Instituto de Atención a Poblaciones Prioritarias (IAPP) los niños son amarrados, estrangulados y fotografiados para documentar el maltrato como deber cumplido. El reportaje rápidamente obtuvo vistas y RT alarmando de la atrocidad. La humillación, el maltrato y la violencia en contra de los niños es muy difícil de digerir, por lo que llamó mucho la atención que el periódico a las pocas horas bajara la nota para editarla. En una segunda versión, las fotografías fueron eliminadas y se agregó un texto que decía que el caso ya estaba bajo investigación. El Gobierno de la Ciudad emitió un comunicado diciendo que la Jefa de Gobierno había pedido que funcionarios del DIF fueran a visitar uno de los albergues. Nos dicen que ya fueron y que todo bien, que no hay nada de qué preocuparse. Y ya. Con eso hicieron justicia, con eso protegieron a los niños, con eso declaran la tarea cumplida.

Como especialista en discurso, se podría pensar que me fascina la idea de que el lenguaje tenga esta centralidad, que por fin se le haya reconocido su poder. Pero lo cierto es que me decepciona mucho que exista un conflicto tan evidente entre los gobiernos que entienden de narrativa y la poca honestidad con la que la usan. Ellos, los que han descubierto que las palabras son poderosas, son precisamente quienes más trabajan por vaciarlas de contenido, usarlas para la simplificación, para la polarización, para su banalización. Precisamente quienes usan la palabra como instrumento, la han despojado de su condición de garantía. Hoy en día,  usar la palabra y tener palabra desde el gobierno, parecen conceptos antagónicos. Y eso, sin lugar a dudas, es un riesgo enorme para nuestra democracia y para nuestro país.

@jainapereyra

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