Por Jimena de Gortari
Acapulco es ese lugar al que hemos ido y vuelto un sinnúmero de veces, a través de fotografías que mostraban a los clavadistas en La Quebrada o en donde la bella y larga bahía lucía con luces multicolores, también a través de películas que mostraban la modernidad de un país en auge que conquistaba, además, el territorio marítimo. Uno de mar manso y suave, al contrario de otros puntos cercanos en el Pacífico.
La primera vez que fui tenía pocos años, me llevó mi papá, lo hizo porque estaba en una crisis de celos por el nacimiento de mi hermana, así que se decidió que por el bien de la familia lo mejor era salir unos días. Fuimos en el coche de mi tío, porque era probable que el “bocho” azul de la familia no llegará. Los pocos recuerdos que tengo provienen de lo que me cuentan y de las fotos que se conservan en los álbumes familiares, imágenes que parecen desvanecidas por el paso del tiempo. Somos mi papá y yo en el mar, hay algo entrañable en esa memoria que ahora me viene de rebote. Lo que no sé es si fue un remedio eficaz para los celos, pero quizás fue ahí en donde aprendí el poder benéfico que tiene el mar en mí. Después, adolescente, me escapé un par de veces, viajábamos en autobús nocturno y llegábamos para pasar el día o, incluso alguna vez, un fin de semana. Recuerdo que pedíamos aventón para bajar a la playa: nunca olvidaré una ida en un camión de redilas y cómo corrimos para alcanzarlo… porque sólo aligeró el paso para dejarnos subir por aquella idea de que al parar y arrancar de nuevo se gastaba un montón de gasolina. Recuerdo también ese ofrecimiento de “café” en la playa y la respuesta inocente de “ no, gracias, hace mucho calor” o las carcajadas ante el ofrecimiento de marihuana.
Otras veces fui con permiso y en coche. El trayecto duraba ocho horas, según recuerdo, porque la autopista vino mucho después. En el camino te detenías en Iguala, a comer en la Vaca Negra y pedir una hamburguesa que sabía a gloria por el calor y el cansancio del viaje. El paso por Chilpancingo anunciaba la cercanía del destino por su tremendo calor. Tenía unas amistades con casa en el Club de Yates y así conocí el Acapulco de las películas mexicanas, parecía que Mauricio Garcés saldría en cualquier momento. Siempre me pareció un lugar que resistía y que procuraba mostrar el esplendor del puerto.
La llegada en carretera siempre tuvo algo de magia: la dimensión de la bahía, el cómo queda enmarcado el mar, la cercanía con las montañas -super pobladas con los años-, de alguna forma ese lugar te aseguraba, siempre, unas horas o días felices.
Acapulco era nuestro destino y lo fue por muchos años, quizás para muchos es pura nostalgia por ese país que fuimos. La última visita fue hecha para no enloquecer durante el confinamiento y así logramos escapar unos días en familia a ese lugar cercano, conocido, seguro. Estar en Acapulco una vez más fue llenar el alma de goce y tranquilidad. Para los defeños de varias generaciones atrás ha sido parte de nuestra historia y aunque sabemos que no pasaba por su mejor momento, su destrucción nos cala en lo más hondo.
Y escribo esto apachurrada, porque me parece terrible lo que está padeciendo la gente, porque estoy muy enojada por la respuesta de un gobierno que frente al desastre vuelve a mostrar su incompetencia, porque estoy preocupada por el futuro y el por dónde empezar una reconstrucción que no sólo pasa por lo material.
Así lo simbólico que tiene Acapulco para mi, se mezcla con los testimonios que se comparten, con las impecables crónicas de los periodistas que se fueron a hacer bien su trabajo, con las amistades que buscan a su gente, con las pérdidas, con el duelo, con la destrucción.
Trato de pensar que desde las escuelas de arquitectura nos corresponde ir a realizar diagnósticos y plantear estrategias viables de reconstrucción, diseñar en la currícula materias que responden a este tipo de desastres naturales, concientizar sobre el cambio climático y las consecuencias que tiene en nuestro modo de hacer ciudad, de la urgencia de un trabajo con otras disciplinas para vincular lo social a lo que se plantee. No dejemos que la prisa de la vida nos haga olvidarnos de Acapulco, porque para muchos de nosotros es parte de la historia y le debemos mucho de nuestra memoria.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.
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