Por Jimena de Gortari
La ciudad de México es ruidosa, sus calles y plazas están expuestas de manera casi permanente a la megafonía que anuncia los tamales o el fierro viejo, el transporte de mercancías que hace sonar su claxon, el pesero que acompaña sus trayectos con música que retumba al pasar, los aviones que irrumpen con su estruendo, el comercio informal que anuncia a gritos sus productos, los músicos ambulantes que se acompañan de grandes bocinas, las terrazas de los establecimientos mercantiles con actividad continua, las motocicletas y su acelerador. La vida cotidiana de quienes habitamos la ciudad va acompañada de niveles sonoros que rebasan los recomendados por la Organización Mundial de la Salud (OMS). Uno de los mayores impactos que tiene este contaminante es que no permite el descanso de los vecinos y sus consecuencias se ven reflejadas en una falta de rendimiento y concentración, en complicaciones de salud y en respuestas violentas al estar expuestos a altos decibeles por periodos largos de tiempo, por mencionar solo algunas. Afecta de manera muy grave a quienes padecen demencia, Alzheimer o autismo. Se ha alertado en esta columna de esto y también se han esbozado algunas posibles soluciones.
El fin de semana la alcaldesa de Cuauhtémoc decidió prohibir los sonideros en el quiosco Morisco de Santa María la Ribera.