Por Juana Ramírez
Es cada vez más frecuente oír a muchas mujeres -o a sus médicos- decir, que “el útero solo sirve para tener hijos o para tener cáncer”. Si a eso le sumamos que en esta tan especial zona de nuestro cuerpo en la que sucede nada más ni nada menos que la procreación, también son muy comunes las molestias a veces incapacitantes relacionadas con dolores menstruales, sangrados severos, endometriosis, miomas, infecciones, enfermedades de trasmisión sexual y en efecto, el cáncer cérvico-uterino. Por ello no es extraño que la histerectomía sea la segunda cirugía ginecológica más frecuente en el mundo, solo por detrás de la cesárea y la tercera dentro de todos los procedimientos quirúrgicos.
Y es que visto así, parece fácil compartir esto de “lo que no sirve, que no estorbe”, sin embargo antes una decisión tan radical como extirpar un órgano de tu cuerpo tan extraordinario, vale la pena entender las consecuencias y sopesar opciones. La columna de hoy, la escribo desde el lugar de la paciente, porque yo también fui histerectomizada hace cuatro años.
Empiezo por explicar en lenguaje humano -no técnico- de qué se trata esta cirugía: la histerectomía es la extracción del útero o matriz, que puede realizarse con o sin la extirpación de los ovarios, dependiendo de las razones del procedimiento quirúrgico y puede hacerse a través de tres vías: abdominal -una cirugía abierta con una cicatriz vertical o transversal como la mía, que mide unos 45cm-, o las opciones de mínima invasión: vaginal y laparoscópica. En más del 80% de los casos se realiza por causas benignas como sangrado anormal, endometriosis, el prolapso uterino o la dismenorrea, el 65% de las mujeres son sexualmente activas y la edad promedio está entre los 35 y los 49 años. En mi caso, esta cirugía derivó de un diagnóstico oncológico.