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Por Kelly Méndez

Dicen que la vida se trata de resistir. Resistir el paso del tiempo, la rutina, las decepciones, los días grises. Pero también, y sobre todo, resistir desde el amor. No desde el amor que duele, sino desde ese amor suave, que no se impone pero permanece. El que no necesita gritar para sentirse. El que no nace de la necesidad, sino del deseo genuino de compartir, de cuidar, de ver al otro con ternura.

Vivimos en un mundo que premia la inmediatez. Todo lo queremos rápido, visible, medible. También el amor. Nos venden la idea de que si no te contesta en cinco minutos, no le importas. Nos volvimos adictos a las pruebas tangibles de afecto, olvidando que lo intangible también cuenta. Que a veces, lo más profundo se construye en silencio, en lo cotidiano, en lo que no se ve pero se siente.

Por eso, me gusta pensar en el amor como una forma de resistencia. Una que se da cuando alguien elige quedarse sin promesas vacías. Cuando alguien cuida de ti sin hacerte sentir que le debes algo a cambio. Cuando te quieren sin pedirte que dejes de ser tú. Resiste quien ama con paciencia, con intención, con calma. Quien no corre, pero tampoco se va.

También me gusta imaginar que hay historias que comienzan lejos porque necesitan primero conectar desde lo emocional. Relaciones que nacen entre palabras, entre risas por videollamada, entre confesiones nocturnas que tal vez, en persona, tardarían más en salir. Amores que no se construyen desde el contacto físico inmediato, sino desde esa vulnerabilidad honesta de quienes ya no buscan juegos, sino algo verdadero. Puede que ambos, después de historias difíciles, necesiten eso: un espacio donde volver a creer, donde sanar, donde volver a sentirse seguros.

Porque cuando has salido de relaciones que duelen, valoras el cariño que no exige, que no presiona, que no complica. El que te abraza aunque estén a kilómetros. El que se alegra por ti, que te escucha, que se emociona con tus planes y no te hace dudar de tu valor. Descubres que el amor no tiene que doler para ser intenso, ni desgastarte para ser real. Que también puede ser suave y, aun así, profundo. Que puede ser ligero, pero constante.

Y claro, no me malentiendan: no hablo de un amor perfecto o idealizado. Hablo de personas que eligen, cada día, mostrarse con sinceridad. De quienes no huyen cuando hay incomodidad. De quienes te dan paz, pero también te entusiasman. De esas conexiones que llegan sin avisar, pero que de pronto lo cambian todo.

Tal vez una de las mayores muestras de amor sea esa: quedarse sin que se lo pidas. Apostar por ti aunque la vida sea complicada. Hacer equipo. Hacer espacio. Hacer planes. Incluso a la distancia, incluso con horarios distintos, incluso con todo en contra. Y aun así, querer. Cuidar. Estar.

A mí me gustan las comedias románticas. Las de cartas, aeropuertos, reencuentros. Pero también he aprendido a valorar más lo que pasa entre escenas: los detalles, los mensajes sinceros, los silencios compartidos, los actos chiquitos que lo significan todo. Ese “avísame cuando llegues”, el “te escucho”, el “yo me quedo siempre, pero siempre que así tú lo quieras”.

Hay amores que no necesitan filtros ni escenarios, porque lo que construyen se siente tan honesto que basta por sí solo. Amores que se escriben desde el respeto, la admiración y la decisión mutua de intentarlo. Amores donde puedes ser tú, sin miedo, sin máscaras. Donde se celebra tu esencia, no se condiciona.

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