Llegué por motivos que, a la luz del día y lejos de la embriaguez que a menudo me acompaña, podría calificar de erróneos. Aceptar, lo hice, aunque no por las razones que uno esperaría justas o sensatas. Y así, en ese trance de aceptación, me vi envuelta en una tela de celos, esos mismos que él, con una sonrisa que oscilaba entre la burla y el cansancio, catalogaba de tóxicos.
Matrimonio abierto, un término que resonaba con eco en los confines de mi mente, se convirtió en la etiqueta de nuestra relación. Sexo sin barreras, sin cadenas, con quienquiera que el deseo nos llevara a escoger. La memoria de cómo accedí a tal pacto se me escapa, perdida entre brumas de alcohol y una falsa sensación de empoderamiento. "Acepta", me dije, creyendo que así develaría los secretos y las sombras de sus infidelidades sin ser tachada de celosa, de enferma.
Las reglas se esculpieron claras: transparencia absoluta, amor circunscrito a nosotros. Aun así, la promesa de descubrir lo oculto me sedujo. Creí, con una inocencia que ahora me parece casi cómica, que esto me liberaría de las cadenas de los celos, que me permitiría conocer a aquellas que deseaban arrebatarme a mi compañero de vida.