Por Laisha Wilkins
Claro que con algunos amores, en ese momento de enamoramiento o infatuación, me hubiera gustado quedarme; pero cuando el tiempo empezaba a mostrarme una realidad sin equidad en la relación o cuando, al fin, me daba cuenta que quizá nunca la hubo, empezaba la lucha contra mi misma, esa lucha entre el apego y la ética; esa lucha que puede idiotizarte o engañarte hasta cegarte, esa que logra que el músculo del corazón se debilite y después tome fuerza para caer al fondo… como los enfermos cuando mejoran justo antes de morir.
Porque cuando uno ama, cuando uno entrega el corazón, también entrega el cuerpo, pero sobre todo el alma y cuando este amor se rompe, la vida se resquebraja… esa vida proyectada, esa vida tan amada; las expectativas y las ilusiones terminan derrumbadas y, de cierta forma, uno muere, muere para después de un mucho muy doloroso proceso… RENACER.
Y es que en esos momentos sientes que el mundo se derrumba, te abres a una realidad distinta a la que vivías hace instantes y el dolor paraliza, agonizas; aunque si somos honestos, esto no sucede de la noche a la mañana, los primeros indicios los transferimos inmediatamente a la cuenta de “estaba de mal humor o estaba distraído u ocupado o hambriento”, le encontramos excusa y razonamiento a todo; y es lógico que cuando algo “nuestro” está en peligro y sobre todo algo taaaan nuestro, lo protejamos hasta de nosotros mismos, de nuestra conciencia y lógica, de nuestro Pepe Grillo, ese que nos dice a toda costa y en todo momento que algo no está bien, y lo ignoramos hasta que no podemos más, pero él se hace cada vez más y más presente conforme avanza el camino de la inequidad. Y es que el dolor y el terror a la desilusión nos activa al estado batalla, pero siempre gana esa pequeña voz, esa que te conoce a la perfección y que te acosa, aún, en momentos de total idilio y ensoñación … la ética.