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Por Laura Carrera

En las últimas décadas, las emociones han cobrado un protagonismo inédito en nuestras vidas. Antes, parecía que hablar de emociones era un lujo o algo reservado para escritores de novelas y poetas, pero hoy son el centro de muchas conversaciones.  

Este cambio refleja cómo hemos ido entendiendo que nuestras emociones son el motor de nuestras decisiones, nuestras relaciones y, en última instancia, de nuestra felicidad. Pero junto con este auge, también ha surgido una preocupación: ¿es nuestra generación más joven una “generación ansiosa”?  

Las emociones han estado con nosotros siempre, pero, durante mucho tiempo, la sociedad las relegó a un segundo plano, en particular el mundo de la masculinidad. La razón, la disciplina y el deber parecían ser las únicas guías válidas para transitar la vida. Sin embargo, ahora entendemos que esas emociones invisibles siempre han estado allí, influyendo en cómo pensamos, actuamos y vivimos.  

Hoy, gracias a la neurociencia y la psicología, sabemos que ignorar nuestras emociones no es una opción viable si queremos llevar una vida plena.  

La popularización del concepto de inteligencia emocional ha jugado un papel fundamental. Saber reconocer, comprender y gestionar nuestras emociones y las de los demás es una habilidad fundamental en la vida. Esto ha llevado a la incorporación de programas de educación emocional en las escuelas, lo cual era impensable hace unas décadas; en México, por ejemplo, se introdujo en los planes educativos en 2017. Al mismo tiempo, las empresas ahora valoran la inteligencia emocional como una competencia clave en sus empleados. Este cambio cultural es un gran avance, pero también plantea un desafío: ¿qué hacemos con esta nueva conciencia emocional en un mundo que parece más complicado que nunca?  

Aquí entra el concepto de la “generación ansiosa” del psicólogo social Jonathan Haidt. Este término se utiliza para describir a las y los jóvenes que enfrentan niveles alarmantes de ansiedad, depresión y otros trastornos mentales. No es casualidad que esto coincida con el auge de las redes sociales. Plataformas como Instagram, Facebook y TikTok han transformado la manera en que las y los jóvenes interactúan, se comunican y construyen su identidad. Aunque ofrecen grandes beneficios, también imponen una carga emocional enorme.  

Imagina a un adolescente constantemente bombardeado con imágenes de vidas “perfectas” y sometido a un ciclo interminable de comparación social. Las redes sociales no solo amplifican las inseguridades, sino que también crean una necesidad constante de validación a través de likes y comentarios. A esto se suma el ciberacoso y la presión por estar siempre disponible, lo que puede desencadenar problemas de salud mental graves, como ansiedad y depresión.  

Y no se trata sólo de percepciones. Investigaciones han demostrado que el uso excesivo de redes sociales está vinculado a un aumento de problemas de salud mental en adolescentes. Sin embargo, también es cierto que la relación entre el uso de estas plataformas y la salud mental es compleja. Factores como la intención de uso, el tiempo invertido y las características personales pueden mediar este impacto.  

Es aquí donde entra la reciente propuesta del gobierno australiano, que busca prohibir el acceso a redes sociales a menores de 16 años. La idea, presentada recientemente, tiene como objetivo proteger a las y los niños y adolescentes de los daños potenciales asociados con el uso de estas plataformas, como el acoso en línea y los problemas de salud mental. La ley propone sanciones económicas significativas para las plataformas que permitan que los menores creen cuentas, incluso si tienen el consentimiento de padre o madre.  

Este proyecto ha generado un intenso debate. Por un lado, están quienes ven en esta medida una solución necesaria para frenar la crisis de salud mental entre las y los jóvenes. Por otro lado, están quienes cuestionan si prohibir es realmente la respuesta o si, en cambio, deberíamos educar a las y los jóvenes para usar estas herramientas de manera más consciente. Además, existen dudas sobre cómo se implementará esta ley y cómo se protegerá la privacidad de las y los usuarios.  

Más allá de las redes sociales, el desafío mayor radica en cómo estamos criando a nuestras generaciones jóvenes. En muchos casos, hemos sobreprotegido a las y los niños en el mundo real y los hemos dejado desprotegidos en el mundo virtual. Incluso hay padres y madres que alardean de cómo el hijo de meses sabe buscar las redes que le gustan o cómo la niña o niño de cinco años quiere convertirse en tiktoker. Esto los deja especialmente vulnerables frente a los retos emocionales del entorno digital.  

Entonces, ¿cuál es el camino a seguir? Tal vez la respuesta no esté solo en prohibir, sino en equilibrar. Necesitamos enseñar a las y los jóvenes cómo gestionar sus emociones, cómo identificar los efectos que las redes tienen en su bienestar y cómo cultivar una relación más saludable con la tecnología. Al mismo tiempo, debemos ser conscientes de que las y los adultos también estamos aprendiendo en este camino. Después de todo, nadie nos enseñó a manejar esta realidad digital.  

Es cierto que vivimos en una época donde las emociones tienen protagonismo inédito, pero también es una oportunidad sin precedentes para conocernos mejor y construir una sociedad emocionalmente más inteligente. Si logramos acompañar este protagonismo con educación, conciencia y acción, tal vez podamos no solo aliviar la carga de nuestra “generación ansiosa”, sino también preparar un futuro más equilibrado para todas y todos.  

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