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Por   Laura Pérez Cisneros

“Yo, cuando estoy en la intimidad, me digo a mí mismo que soy un pobre desgraciado, a quien Dios le tuvo mucha misericordia, y creo que así, con esta verdad, puedo ser recordado muy bien.” Dicho eso, el Papa, con ese sentido del humor tan suyo, remató esas declaraciones en una entrevista con una sonrisa, como la de un niño que hace una travesura y además, la cuenta. Y sí, Dios le mostró su misericordia en sus últimos momentos. Qué bendición partir a “La Casa del Padre” horas después de la resurrección de Jesucristo. Qué forma de terminar su ministerio petrino: desde el balcón central de San Pedro, dando al mundo su bendición “Urbi et Orbi” y, de ahí, como un torero que ha hecho una gran faena de vida, dar el último paseíllo por la Plaza de San Pedro, que fue suya por 12 años. Creo que él sabía que su vida terrenal estaba llegando a su fin, por eso, con esa “rebeldía papal”, recorrió y, sobre todo, se llenó del cariño de la gente. Tenía 88 años y una neumonía crónica a cuestas; nada que perder. Sentirse acompañado de los fieles fue su última bocanada de vida.

Después de San Juan Pablo II, el papa de las multitudes que se hizo en México, era difícil pensar que llegara alguien que te robara el corazón y que, al mismo tiempo, hiciera enojar a miembros de la curia romana. El Papa de la “finisterra” lo logró. Nunca le importó el protocolo, a pesar de ser un jefe de Estado. El Papa argentino, de familia italiana y que hablaba dialecto piamontés, durante su pontificado se dedicó a abrir puertas a los oprimidos. Decía que la Iglesia estaba llena de pecadores. No tuvo reparos en pedir perdón a víctimas de curas pederastas, en dar la bendición a una persona homosexual. Amaba la compañía y lo hizo desde que fue elegido sucesor de Benedicto XVI y hasta el final de su pontificado. Rechazó, desde el día uno como pontífice, el trono de la soledad. El Papa no murió en una habitación del hospital, no. Él quiso irse a su casa, en Santa Marta.

Algo más que nos encanta de este Papa es su amor, reconocimiento y defensa a las mujeres. La primera en su vida, la Virgen María. En su autobiografía titulada Esperanza, Francisco recordaba al día siguiente de ser elegido el papa 266 de la historia: “Quise ir a la Basílica de Santa María la Mayor a ver a la Virgen, siendo cardenal siempre había ido, y sigo yendo, también antes y después de los viajes apostólicos para que ella me acompañe como una madre, para que me diga lo que tengo que hacer, para que vigile mis gestos. Con la Virgen estoy seguro”.

Como un hijo que busca —no importa la edad— el abrazo de su madre, el Papa nuevamente mostró su rebeldía al pedir ser enterrado en su basílica favorita: la de Santa María la Mayor. Días antes de morir, recibió al personal del Hospital Gemelli para agradecerles por los 38 días que permaneció hospitalizado, y se detuvo a decir: “Cuando una mujer está al mando, las cosas van bien”. Estos gestos valen el doble, porque el pontífice viene de la misma cultura machista nuestra. Por eso rompió los esquemas y puso el ejemplo de dar su lugar a las mujeres. También, como jefe de la Iglesia Católica, colocó en puestos claves a mujeres.

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