Por Lilian Briseño
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No recuerdo ningún final de sexenio con las muestras de cariño tan contundentes como las que he visto con el término del periodo de López Obrador.  La gente lo adora más allá de lo comprensible.  Le lloran, lo besan, le piden su bendición.

Hace un par de semanas, en el Zócalo de la Ciudad de México y en una carpa puesta ex profeso para dar la despedida a AMLO, fui testigo de cómo había cola para escribir cartas al ahora expresidente.  Vi a mujeres escribir largas misivas de agradecimiento con lágrimas en los ojos.  

En la despedida de la última mañanera de AMLO, algunos también lloraban, empezando por la muy difundida imagen de la secretaria de Gobernación y hoy presidenta nacional de MORENA, Luisa María Alcalde, pero no sólo ella lo hacía.

Sí, estoy convencida de que la gente quiso al presidente y las últimas encuestas así lo confirman cuando reportan que “el presidente concluye su administración con un 77% de aprobación” de acuerdo con la encuesta realizada por Enkoll.

Es difícil negar o no ver que AMLO ha sido, por mucho, el presidente más querido del pasado reciente de México y no sé si de la historia del país, pues este tipo de encuestas es un ejercicio muy reciente, pero no dudaría que sí lo fuera.  Quizá hasta los presidentes priistas más queridos, como Cárdenas, palidecerían ante el arrastre que López Obrador ha conseguido.

Se va pues, como un presidente querido, respetado y reconocido por la mayoría de los mexicanos. Y si bien es cierto que, congruente con el país polarizado que promovió, la tercera parte de los mexicanos no pueden verlo ni en pintura, hoy son muchos más los que valoran su paso por la presidencia y le creen o le perdonan todo: sus políticas públicas, sus mentiras, sus exageraciones, sus dichos, sus hechos, sus pifias, sus conflictos, etcétera.

Y es precisamente por eso, por concluir en tan buenos términos con la mayoría de los mexicanos, por lo que debería finalizar con la cabeza en alto su periodo presidencial y retirarse de la vida política de México como triunfador y artífice de la cuarta transformación.

López Obrador ha sido un presidente al que le gusta hacer uso de la Historia como parámetro de su propia actuación. Es pues un conocedor del pasado de México (o cree serlo). Como tal, sabe que, si bien es cierto que dejar el poder debe de ser durísimo, también que mantenerlo sólo hace que quien tuvo reconocimiento termine siendo despreciado.

Ejemplos de esto hay muchos en los doscientos años de vida de México: Santa Anna, Díaz y Calles son los casos más sonados. En su intento por perpetuarse en el poder, estos tres presidentes fueron exiliados, su obra olvidada y su nombre vilipendiado en la historia oficial. En el caso de Calles, ni el PRI, que le debe su creación, le rinde honores.

Pero no sólo eso, también porque, en la historia reciente de México, no ha habido ningún presidente que, una vez que ha dejado el poder, haya podido extender su mandato a través de su sucesor o mantener el control más allá de su sexenio.  En este país el presidente en turno es la máxima autoridad sin lugar a duda.

Es por ello que, por el bien de todos, pero, sobre todo, por el de él mismo, AMLO debe saber que su tiempo ha terminado y retirarse a La Chingada, para mantener así esa aceptación generalizada y pasar a la historia, ahora sí, como el presidente que siempre quiso ser. 

Al margen de todo esto, bienvenida Claudia Sheinbaum Pardo, la primera mujer presidenta de México.  Todos los parabienes para su sexenio.


Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.


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