Por Lillian Briseño
En el contexto de los arrebatos trumpianos contra la soberanía mexicana y la denominación de Golfo de América al Golfo de México, febrero resulta un buen mes para recordar algunos hechos que han marcado un antes y un después en la historia de este país y, también, en el desarrollo de la construcción de la mexicanidad y el nacionalismo como los días 5 y 24, que celebran, respectivamente, a la Constitución y a la Bandera.
De manera anecdótica, las fiestas decembrinas se dan por terminadas el 2 de febrero con la celebración del Día de la Candelaria, en la cual la “presentación” del niño Dios y comer tamales ocupan un papel protagónico desde el punto de vista religioso y popular. Creencias y tradiciones de origen prehispánico y colonial, arraigadas aún hoy en el país, que dan un color especial al día y reafirman nuestras expresiones culturales.
Pero el 2 de febrero también es de triste recuerdo para México, o lo debería de ser, pues ese día, en 1848, se firmó el Tratado de Guadalupe Hidalgo, mediante el cual nuestro país “cedía” -sin que hubiera muchas opciones para no hacerlo- el 53% del territorio nacional a los vecinos del norte a cambio de 15 millones de dólares. Obviamente no fue un arreglo justo para los mexicanos, pero quizá haya sido la única forma de conservar la otra mitad y la soberanía nacional.
El tema es que aquel tratado firmado hace 176 años, sigue siendo vigente y define los límites fronterizos entre los dos vecinos. En ese lapso, sólo sufriría una modificación al firmar ambos países el Tratado de Gadsden, a través del cual México vendió a Estados Unidos el territorio de La Mesilla por 10 millones de dólares. De nueva cuenta, los gringos ampliaban su extensión a costa de los mexicanos, con el aval del siempre polémico Antonio López de Santa Anna.
Pero las cosas no acabarían ahí en cuanto a la delimitación de la frontera entre estos dos países. De acuerdo con el Guadalupe Hidalgo, el Río Bravo constituye la frontera natural entre México y los Estados Unidos, sin embargo, en 1864 el río modificó su cauce hacia el sur en perjuicio nuestro, en la zona conocida como El Chamizal entre Ciudad Juárez y El Paso, arrebatándonos cerca de 250 hectáreas que rápidamente se apropiarían los vecinos expansionistas.
Conscientes de este nuevo zarpazo a nuestro territorio, México inició de inmediato el reclamo de las tierras invadidas, llevando la discusión, incluso, a instancias internacionales. La negociación no fue precisamente expedita, ya que los gringos encontraron toda clase de pretextos para no acatar las reglas del juego durante décadas; muchas décadas. Presidentes de la talla de Juárez, Díaz y Madero, tendrían en cuenta este despojo e intentarían su devolución, sin obtener resultados.
Cosa rara, sin embargo, esta historia tendría un final feliz para México y, en 1964, un siglo después de que el Río Bravo se desviara, Estados Unidos reconoció nuestro derecho sobre esas tierras, aunque sólo devolvió 177 de las 250 hectáreas en disputa. Literal, de lo perdido, lo ganado.
Simbólicamente, no obstante, dábamos un golpe -por fin- al vecino del norte, refrendábamos la soberanía sobre el territorio y avivábamos el sentimiento nacionalista. Los periódicos reportaron como todo un éxito lo sucedido, y el presidente de México afirmaba que México y Estados Unidos habían dado al mundo un claro ejemplo de cordura.
Los presidentes Adolfo López Mateos y Lyndon B. Johnson se reunirían en 1964 en la frontera para celebrar el acuerdo logrado, y dar sus respectivos mensajes* en aquel acto simbólico de devolución de las tierras. Vale la pena recordar un par de párrafos, que hoy, más que nunca, deberían ser conocidos y honrados por Trump.
Dijo Johnson:
“Otros han levantado imperios victoriosos y han conquistado extensos territorios, pero el paso del tiempo y los cambios habidos, han derrumbado tales realizaciones. Trabajando en concierto con las naciones libres de este hemisferio, podemos contribuir a la creación de un orden de paz y progreso que ha de perdurar durante las generaciones venideras.”