Por Lilian Briseño
Como es sabido, poco antes de terminar su mandato y tras haber logrado la mayoría en el Congreso, el presidente López Obrador envió a este organismo una serie de reformas tendientes a modificar y, sobre todo, a debilitar al poder judicial en México.
Con los dos poderes supeditados al ejecutivo, AMLO y su sucesora tendrían prácticamente el camino libre para impulsar cualquier cambio constitucional que se requiriera. Esto, claro está, pasándose por el arco del triunfo a la división de poderes que implica el tener contrapesos y evitar la concentración de poder en un solo órgano, como sugiere la separación y división de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial en una democracia.
El tema es que, desde que México se constituyó como una nación libre e independiente en 1824, se estableció que su forma de gobierno sería la de una república representativa popular federal donde el poder se dividía, para su ejercicio, en legislativo, ejecutivo y judicial.
Y aunque así lo establecía la ley, la verdad es que, en sus doscientos años de existencia, la división de poderes ha tenido más bajas que altas, toda vez que el presidencialismo ha sido la figura más fuerte en México casi desde la Independencia, y ni se diga a partir de la Constitución del 17. Célebre es aquella leyenda urbana de que si el presidente preguntaba ¿qué hora es?, se le respondía: la que usted diga señor.
No obstante, a partir de diversos cambios que se hicieron en el pasado, y en particular a partir del año 2000 con la alternancia, también es cierto que el legislativo y el judicial ganaron independencia con respecto al ejecutivo, conformándose como verdaderos contrapesos a las iniciativas presidenciales.
Gracias a ello, durante todo el sexenio anterior, AMLO encontró algo de oposición en el poder legislativo y mucha en el judicial, logrando frenar algunas de las iniciativas presidenciales, lo que le habrán significado un verdadero dolor de cabeza. Frenar la gran injerencia de estos organismos en los asuntos de Estado, se convirtió casi en una obsesión del presidente.
Para hacerlo conforme a la ley, fue necesario entonces, contar con una mayoría calificada afín a su partido, lo que le daría carta blanca en el Congreso para modificar la Constitución. Y así se logró en las elecciones de 2024, con la ayudadita de uno que otro “chapulín” que se convirtió al morenismo por fast track (véase caso Yunes).
Por ingenuidad, exceso de confianza o falta de visión, Claudia Sheinbaum apoyó todo el teje y maneje que se hizo para lograr esas modificaciones, y no visualizó que, al lograr la mayoría calificada, se estaba creando un monstruo difícil de controlar. Por primera vez en la historia, pareciera que hoy en día el Congreso tiene tanto o más poder que el ejecutivo, y ni se diga que el judicial que está casi desaparecido hasta nuevo aviso.