Por Lillian Briseño
En Acapulco pasó la tormenta perfecta porque sucedió todo lo malo que podía acontecer.
Los destrozos son inconmensurables tanto en vidas humanas, que son las más dolorosas, como por la afectación a toda la infraestructura del puerto. Estoy segura de que, al menos en el último medio siglo, Acapulco no había sido golpeado de esa manera por la naturaleza, y miren que hay ejemplos emblemáticos, como Paulina o Manuel que, si bien causaron enormes desgracias, no ocasionaron el nivel de destrucción que hoy vemos.
Fue la tormenta perfecta porque no se pudo predecir más allá de algunas horas, que de cualquier manera hubieran sido insuficientes para poner a resguardo la vida y las pertenencias. Sobre todo, porque ¿dónde se refugiaría la gente en un lugar donde la práctica de la prevención no existe? ¿Cómo proteger las ventanas? ¿A dónde correr? ¿Cuál es el sitio más seguro ante un huracán que alcanzó en unas horas vientos de más de 300 km/hra.? ¿Dónde encontrar cobijo en una casa construida con paredes de lámina y techos de palma? ¿Cómo sobrevivir a ráfagas que arrastran árboles, coches, paredes, torres de luz y drenaje?
Fue perfecta porque entró de lleno en ese punto del territorio nacional donde viven un millón de personas, como si hubiera elegido propositivamente el sitio donde pudiera hacer más daño. El ojo del huracán les pasó “encimita” a los habitantes de Acapulco, con una furia que no se había documentado en el pasado.
La tormenta perfecta arrasó con todo, porque todo pudo ser arrasado cuando soplan vientos a esa velocidad: lo mismo las personas que los animales; los botes y los barcos; las casas y los edificios; los comercios y los restaurantes; las carreteras y los caminos…
Perfecta porque parecía saber que la mayoría de las construcciones, de un piso o treinta, no contaban con normas de construcción básicas para resistir a Otis, un huracán de categoría cinco, que no se detendría ante nada. Para qué contar con ellas, si nunca se hubiera esperado que algo así pasara. Posible sí, probable, muy poco.
Fue la tormenta perfecta porque golpeó al puerto en cuyo mar “la vida era más sabrosa”, y que ahora se ha convertido en un sitio peligroso ante la cantidad de desechos que el huracán arrojó en las playas: láminas, vidrios, muebles, troncos o cemento, que ahora yacen en el fondo.
Perfecta porque la temperatura en Acapulco alcanza fácilmente los 30º o más, acelerando la descomposición y/o contaminación de todo aquello que se pueda echar a perder: comida, agua, animales muertos, medicinas…
Más perfecta porque no sólo destruyó la naturaleza y bienes muebles e inmuebles, sino también toda la infraestructura de comunicaciones con la que Acapulco se mantiene en contacto con el mundo, pasando por caminos, carreteras, instalaciones eléctricas, telefonía e internet. La población se mantuvo aislada por días y, aún ahora, a una semana del evento, sólo tiene comunicación a ratos.
Fue perfecta porque dejó a acapulqueños y miles de turistas, sin poder gritarle al mundo que estaban vivos o que algunos no habían sobrevivido o que no encontraban a otros más. Aún hoy, hay gente buscando desaparecidos.
Perfecta porque, incomunicada y con todo perdido, las personas no tenían forma de obtener agua, comida o algún lugar para dormir. Daba lo mismo tener o no dinero, pues no había dónde comprar nada, todo había sido arrasado, ya por el huracán, ya por la gente que, en la desesperación, se llevó lo que había en los mercados o tiendas para tener algo que comer.
Y aunque nunca hubiera sido buen tiempo para que ocurriera, fue una tormenta perfecta porque sucede justo de manera previa a la temporada navideña, cuando la derrama vacacional es millonaria en Acapulco. Todos se preparaban para la bonanza decembrina: trabajadores, meseros, restauranteros, hoteleros, comerciantes… Hoy sólo queda desesperanza.
Fue perfecta porque la ayuda tardó, sigue tardando quizá, provocando enojo, anarquía, vandalismo, rapiña y mucho, mucho miedo. Bien dice el dicho que, a río revuelto, ganancia de pescadores.
Perfecta porque evidenció de cuerpo entero, la incapacidad del gobierno para enfrentar la tragedia de manera rápida, eficaz y eficiente. Las historias de ineptitud o insensibilidad abundan, llevándose las palmas, quizá, la celebración de la presidenta municipal de Chilpancingo con cohetes, baile y música, al día siguiente de la tragedia.
Sucede en un momento perfecto, porque sorprende al gobierno federal con una economía endeble para atender desastres naturales de manera expedita y sin un pronunciamiento consistente de cómo vendrá la ayuda para el puerto. Se convierte, así, en un momento crucial para la actual administración.
Perfecta porque, a una semana de los sucesos, no se ve liderazgo alguno para definir y conducir los pasos a seguir en el puerto.
Fue perfecta porque pasarán muchos meses, años quizá, para que las condiciones estén dadas para que el turismo regrese a Acapulco. Seguramente habrá inversiones millonarias para hacerlo lo más pronto posible, pero, aun así, el nivel de destrucción es tal, que se ve difícil que se pueda recuperar a corto plazo.
Perfecta, porque expuso de manera contundente lo que podemos esperar en el futuro si seguimos abonando al calentamiento global: fenómenos meteorológicos impredecibles y destructivos.
Fue perfecta porque demostró que sí, que la tormenta perfecta sí existe, cuando se reúnen las condiciones para que pueda suceder.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.
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