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Por Linda Atach Zaga
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“Que alguien me diga si han visto a mi esposo

Preguntaba la doña

Se llama Ernesto X, tiene 40 años

Trabaja 'e celador en un negocio 'e carros

Llevaba camisa oscura y pantalón claro

Salió anteanoche

Y no ha regresado

Y no sé ya qué pensar

Pues esto antes no me había pasado”

Maná. Desapariciones, 1999.

 

Si hay algo cierto al término del gobierno de AMLO, es una profunda decepción. Y no me refiero a la que reiteraron los economistas y politólogos al arranque del sexenio, ni a la de los que esperábamos que MORENA nos entregara un México justo, mucho más humano del que él recibió y no el país que vuelve concentrar el poder en una sola persona, no.

La mayor decepción se la llevan los que brindaron su confianza y devoción a la figura mesiánica que incumplió sus promesas de seguridad y una vida digna. Y con dignidad me refiero a un Estado de Derecho capaz de garantizar la integridad física y mental de sus ciudadanos.

En mayo de este año, el Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas (RNPDNO) reconoció la desaparición de 50,000 personas en el gobierno de López Obrador, justo el doble de las registradas durante el mandato de Felipe Calderón. Cabe mencionar que once días después, la cifra disminuyó a 48,870. Un “ajuste” que causó la preocupación del Grupo de Trabajo de la ONU sobre las Desapariciones Forzadas o Involuntarias.

Lo desolador es que más allá de las cifras, para los hijos, sobrinos, tíos, las madres, los abuelos, los padres, los amigos y hasta los conocidos de una persona desparecida, el desengaño se vuelve un acto cotidiano y exponencial. El desaparecido vuelve a desaparecer cada vez que se le recuerda y menciona. Así, en términos emocionales, la desaparición se convierte en un proceso sin cierre que duele siempre y todo en tiempo porque no tiene tregua: ¿Puede  aceptarse la muerte de una persona desaparecida? Yo creo que no. Es imposible cerrar una vida sin la certeza de su fin, un entierro que despida al que se vá y una tumba dónde llorar.

Cómo muchas otras familiares de desaparecidos, Delia Quiroa llegará al fin del sexenio con rabia y frustración. Fundadora del Colectivo 10 de marzo, la joven abogada lucha para que las personas desaparecidas no sean borradas del registro nacional y se declara en “guerra contra el gobierno”. 

No es para menos: la historia de su familia es un ejemplo de la falta de atención de López Obrador al pueblo que juró enaltecer: en 2014, su madre María Icela Valdez Chaidez y su hermano Roberto Quiroa fueron secuestrados en Reynosa, Tamaulipas. La mujer fue liberada después de 40 días, pero su hijo sigue desaparecido. De nada sirvió que María Icela se arrodillara y le suplicara a AMLO encontrarlo y devolverlo vivo durante el Informe del Sistema Nacional de Búsqueda en 2019, tampoco haber pedido verlo varias veces sin ser recibida. 

Además de la indiferencia del poder, los familiares de personas desaparecidas enfrentan la peor de las incertidumbres, pues a pesar de estar al tanto de los ya normalizados -y espeluznantes y condenables- hallazgos de fosas clandestinas -el Comité contra la Desaparición Forzada de la ONU señala que el 77.7% de los cuerpos sin identificar se concentran en los estados de Baja California, Ciudad de México, Estado de México, Jalisco, Chihuahua, Tamaulipas y Nuevo León-, la falta de forenses calificados y dedicados a identificar los cuerpos, hace casi imposible el hallazgo de los suyos, prolongando su estancia en el limbo. 

Debe ser tremendo fallar y saberlo. No puede haber nada peor. Si las desapariciones siguen al paso que van, también por ahí nos vamos a desbordar y eso pasará a la historia y de ella no se salva nadie.

Ojalá Claudia Sheinbaum retome las promesas que AMLO incumplió. Esta sería su gran oportunidad.

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@lindaatachz

Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.


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