Por Linda Atach Zaga
“Creo que la iglesia no sólo debe disculparse… no sólo deben pedir perdón a esta persona que es homosexual a quien se ha ofendido, sino que tiene que pedir perdón a los pobres, a las mujeres explotadas, a los niños explotados por su mano de obra, tiene que pedir perdón por haber bendecido muchas armas”
Papa Francisco
Custodiada por la humanidad dibujada en el rostro de sus acompañantes, la figura central de la composición brilla con luz propia, inserta en un universo celestial, opuesto a la terrenal tensión y la duda de algunos de los representados. Integrada por trece personajes que reparten en la imponente mesa que ocupa el primer plano y subraya la significancia de la narrativa, la pintura nos ofrece un espacio equilibrado característico de la antigüedad clásica y al mismo tiempo, uno de los momentos más decisivos en la historia de la humanidad, la fe, la lealtad y la configuración del bien y el mal.
Creada por Leonardo Da Vinci entre 1495 y 1498 por encargo del Ludovico Sforza para el refectorio de la Iglesia de Santa María di Grazie en Milán, “La última cena” impacta igual por su simplicidad que por su elocuencia, pues en ella entendemos a profundidad los últimos dilemas de Jesucristo y las bases mismas de la fundación de la Iglesia Católica que hoy pena la muerte del entrañable Papa Francisco.
¡Que intuición la de Leonardo! ¡Cuántos colores y que adecuada la disposición de los protagonistas y sus emociones! ¡Como falta un Da Vinci en nuestros días capaz de decir tanto con tan poco!
Además de capturar el instante en que Jesús vaticina la traición de uno de sus discípulos, su muerte y a la vez la futura redención de una humanidad necesitada de fe y acciones, la maestría del florentino se concentra en la valentía de Pedro apóstol empuñando el filoso cuchillo que amenaza al Judas con su bolsa de monedas en una clara advertencia sobre la segura desgracia para los delatores.
Distinto a los demás, el genio renacentista retrata a un Pedro que encarna la acción y no deja duda de su futuro compromiso. Seguramente es por eso que, haciendo uso de su clarividencia, Jesús le extendía las “llaves del Reino de los Cielos” con la facultad de “atar y desatar”, “confirmar a los hermanos en la fe” y “apacentar a su rebaño”, en una dinámica de enseñar y gobernar, marcar pautas y por supuesto, definir las bases para la construcción de la nueva manera de creer.
De San Pedro a nuestros días han existido más de doscientos Sumos Pontífices, nobles y corruptos, pero todos marcados por las particularidades de su tiempo. Ejemplo de esto es Julio VI, cuyo mecenazgo que impactó a los creyentes gracias a obras maestras como la Creación y el Juicio Final de Miguel Ángel, Alejandro Borgia, el disoluto padre de César Borgia o León X, que permitió de la venta las indulgencias y gracias a ello acabó por propulsar la Reforma y dividir a la Iglesia.
Ni que decir de otros más recientes, como Pío XII y su silencio ante los horrores del Holocausto o el Papa Ratzinguer quien, a pesar de su cargo como prefecto en la Congregación de la Fe, fue incapaz de detener la pederastia que vejó a tantísimos niños a lo largo y ancho del mundo. Quizá por eso el polémico, pero carismático y solidario Francisco deja el mundo y a sus feligreses con mayor dignidad a que muchos de sus predecesores.
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