Por Linda Atach Zaga
Desperté de ser niño, nunca despiertes. Triste llevo la boca, ríete siempre.
Siempre en la cuna, defendiendo la risa pluma por pluma.
Miguel Hernández. Nanas de la cebolla.
El día del niño siempre me deja un buen sabor. Y ojo, esto no se debe a que yo venga de la mejor, ni la más divertida de las infancias, no, no, para nada. La mía fue una niñez “normal y predecible”, pero quizá una que hoy muchos chiquitos agradecerían y que yo celebro por que no me dejó impedida, ni lastimada y -dentro de lo que cabe- me ha permitido desempeñarme como un ser funcional. Tal vez por eso hago lo que puedo por aferrarme a lo que queda de la niña que fui, sobre todo cuando necesito fuerza y felicidad.
El buen sabor al que me refiero, tiene que ver con la naturaleza humana y con el hecho de que hay recuerdos con el poder de mantenernos a flote cuando vamos a la deriva, pero también traumas capaces de cerrarnos todos los caminos. Por esto la niñez es algo serio y requiere de tanta atención: si transcurre de manera segura, los futuros adultos la evocarán con nostalgia y una sonrisa madura, aunque las historias que se cuenten de sí mismos acaben pareciendo leyendas fantásticas. Su magia sirve de contención y brinda cierto equilibrio.
Pasa una cosa muy distinta cuando los niños son víctimas de abuso y violencia. En ese caso, la inocencia se pierde antes de tiempo y no hay recuerdos que alimenten el alma. Sólo queda el vacío y una enorme insensibilidad para entender el valor de un niño y el deber de los padres hacia los hijos.
Me detuve en esta reflexión para entender -sin lograrlo- por qué en nuestro país seis de cada diez pequeños son víctimas de violencia y uno de cada tres presenta problemas de sobrepeso y obesidad que, muy posiblemente, le harán padecer enfermedades serias en algún momento de su vida.
Gran parte de este escenario se reduce a la palabra descuido, sí, descuido. Así de simple. Hay mucho daño impreso en nuestra piel, pues son ya varias las generaciones de adultos provenientes de infancias dolidas y esto cada vez se nota más.
Por eso insisto en subrayar que, aunque en México la violencia facilite más de 11 feminicidios al día, centenares de migrantes asfixiados en cárceles, desaparecidos o enterrados en fosas comunes y un número de muertos superior al de un país en guerra, no podemos normalizar que en más de la mitad de los hogares del país los niños sean descuidados por sus padres.
La situación de nuestros niños debe cambiar porque la desatención es el primer paso para que una vida se distorsione y un país pierda lo mejor de su potencial.
Pero: ¿Cómo regenerar la conciencia hacia la infancia? ¿Cómo revertir el daño?
A estas alturas no queda más que educar, replantear los imaginarios y entender de una buena vez que no basta proteger a la infancia prohibiéndole la comida chatarra. Los niños necesitan modelos, seres confiables a su alrededor. Líderes dignos, líneas claras. Gente de buenas costumbres y palabras íntegras. Los pequeños no necesitan la confusión, ni la violencia inserta en los discursos de odio y en las redes sociales que cada vez abarcan más, ni tener como modelo a un narcotraficante porque es más generoso que el Estado.
Los niños y niñas necesitan espacios seguros. No tienen que huir o migrar para liberarse de quienes los obligan a prostituirse o delinquir. Claro que el contexto no ayuda, pero no queda más que reconocer que hay mucha responsabilidad de nuestro lado.
Es urgente voltear a verlos: nuestro deber como mayores -y supuestamente pensantes-, es procurarles una buena infancia para que recurran a ella cuando la necesiten.
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