Por Lourdes Encinas
La llegada de Claudia Sheinbaum a la presidencia de México no se limita a un cambio de administración, representa un complejo escenario de tensiones internas, equilibrios frágiles y desafíos que pondrán a prueba su capacidad para gobernar bajo la sombra constante de Andrés Manuel López Obrador.
En apariencia, la presidenta enfrenta un panorama tranquilo: control de las cámaras legislativas, gobernadores alineados, una oposición desarticulada y debilitada que, al menos durante la primera mitad de su sexenio, no parece representar un riesgo significativo.
Sin embargo, el poder siempre está bajo amenaza y cuando no proviene del exterior, surge desde el interior. La política mexicana ha demostrado históricamente que el verdadero peligro no siempre proviene de los adversarios externos declarados, sino de las fracturas y ambiciones enquistadas en el núcleo del poder.
Sheinbaum fue la candidata presidencial de Morena porque López Obrador así lo quiso, no porque resultara electa en un proceso democrático realmente abierto de manera interna. Esto creó un ambiente de disciplina circunstancial entre los diversos liderazgos del partido, quienes, aunque temporalmente contenidos, siguen impulsando sus propias aspiraciones y proyectos personales.
La disputa entre Adán Augusto López y Ricardo Monreal, con Gerardo Fernández Noroña actuando como un provocador estratégico, es sólo un ejemplo de los desafíos internos que Sheinbaum enfrentará. Sin olvidar que en la otra esquina está Marcelo Ebrard, que tendrá bastante protagonismo en las renegociaciones del Tratado de Libre Comercio, y hasta Manuel Velasco, un poco más allá.
Cada movimiento, cada alianza, cada decisión de la presidenta será observada microscópicamente por estos actores que esperan -si no es que provocan- el más mínimo error de su gobierno para posicionarse.
Aunque Sheinbaum es ahora presidenta de México, el liderazgo real del partido sigue bajo el control de López Obrador. La lealtad está y responden más a la figura del expresidente que a la nueva mandataria, lo cual representa para ella un desafío permanente para la construcción de su propia autoridad.
La esencia de su candidatura fue explícitamente la continuidad de la Cuarta Transformación, pero carece de la libertad total para definir su agenda. La presidenta heredó un proyecto político y no construirá el suyo, lo cual representa una limitante significativa para cualquier gobernante.
El 2025 será especialmente desafiante ya que Sheinbaum deberá ejecutar iniciativas diseñadas por su antecesor, como la elección popular de ministros, jueces y magistrados, la desaparición de organismos autónomos y la ampliación de la cobertura de los programas sociales.
A esto se suman las presiones geopolíticas, especialmente en el contexto migratorio, y las potenciales tensiones con Estados Unidos, con el segundo mandato de Donald Trump que iniciará en enero.
Pero el mayor reto de Sheinbaum será evitar que los conflictos internos en Morena debiliten su gobierno y erosionen el respaldo de López Obrador, si pierde eso lo pierde todo. No sólo debe gobernar para el país, sino también para un partido que la observa, que la mide y que está dispuesto a reclamar su espacio en el momento preciso.
La presidenta camina por una línea muy delgada: debe demostrar lealtad al proyecto original sin sacrificar su identidad política. Necesita demostrar la fuerza suficiente para contener las ambiciones de los grupos internos que buscan posicionarse, pero evitando fracturas irreparables que comprometan la estabilidad de su administración.
La historia política ha demostrado que ningún poder es absoluto ni eternamente estable. Las fisuras pueden aparecer en el momento más inesperado y las ambiciones personales de los aparentemente disciplinados pueden emerger con fuerza en cualquier instante.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.
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