Por María Alariste
Este mes de febrero estaré escribiendo desde Gapyeong, Corea. No sabía bien sobre qué escribir en esta ocasión. He estado lidiando con intentar equilibrar tantas actividades: el trabajo, cuidar a mi pequeño hijo, acomodar las rutinas… Aunque estar aquí con su padre compartiendo las tareas desde luego es conveniente. Gapyeong no es precisamente un lugar con muchas costumbres occidentales y tiene un clima gélido en esta época del año.
Sin embargo, tiene tantísima belleza y tanta paz. Por lo mismo, pese al caos natural de los viajes con un niño pequeño he podido reflexionar que desde que me convertí en mamá muchas de las cosas que conocía se desmoronaron. Me ha tomado tiempo entender todo lo que ha cambiado en mi vida. No digo que sea mejor ni peor, simplemente es distinto. El día que nació mi hijo algo en mí se unificó con él. Es un fenómeno que resulta difícil de explicar. Solo sé que a partir de esas ruinas algo nuevo ha surgido en mí, y aunque sea raro, me encanta poder empezar a descifrarlo.
Todavía hay cosas que sigo sin organizar bien, rutinas que se salen de mis manos, compromisos a los que no llego y un sinfín de enigmas internos. Sigo reconstruyendo muchas cosas. Y cada vez que miro mi cicatriz, esa que lleva consigo la vida de mi hijo, me recuerda que las cosas no salieron como mi cabeza idealista había planeado. El parto no fue como lo había soñado pero esa cicatriz, en su imperfección, es la más hermosa que la vida me ha dado.
Ya había estado en Asia antes, aunque nunca ha sido lo mío los jet lags. Ahora en Corea con mi hijo me río de la versión pasada de mí, aquella que se pasaba media mañana recuperándose de las náuseas, los dolores de cabeza y los problemas digestivos. Ahora ni siquiera tengo tiempo para pensar en eso. La paliza de ahora es otra, porque mi prioridad es que mi hijo esté bien. Y en ese camino, me las arreglo para malabarear con mis propios malestares sin que eso me importe tanto. No sugiero que esto sea lo normal o recomendable es solo lo que me ha tocado vivir. Cada cuerpo y persona son diferentes.
Nunca imaginé que estaría viviendo una experiencia laboral, personal y hasta espiritual en Corea. Lo que sí sé es que todo lo que he vivido últimamente ha traído demasiados cambios. Había muchas cosas en mi vida que ya no me hacían sentir alineada. Al tomar la decisión de ser más congruente, muchas de esas cosas empezaron a derrumbarse: proyectos, amistades, dinámicas. La transformación no es fácil ni cómoda y seguir en un camino donde aceptamos que las circunstancias destruyan nuestra esencia es una ruta hacia la infelicidad. Puede ser una infelicidad cómoda, no obstante, sigue siendo infelicidad.
Recientemente lancé un libro titulado Maternidad: hermosa y horrorosa. Siempre que me preguntan por el título, explico que es hermosa por el amor incondicional que sentimos por nuestros hijos y horrorosa por las múltiples trabas que impone el sistema que se acentúan con el grado de condiciones vulnerables. En él cito a autoras que abordan el tema, cuestiono la manera en que romantizamos el rol de ser madre y reflexiono sobre la presión social que exige a todas las mujeres ser madres para ser consideradas suficientes. Incluso cuando ya cumplimos con ese rol, surgen un sinfín de expectativas inalcanzables y absurdas que nos etiquetan como insuficientes. (¿Qué es esto?)
La maternidad, para mí, ha sido un proceso de transformación profunda, un camino que me ha llevado hasta las ruinas para entender mejor la vida desde una perspectiva más auténtica. Ahora miro mis senos, marcados por la lactancia y veo mi resiliencia. Admiro aún más profundamente todo lo que pasa cada mujer, en cada etapa, sin importar si son mamás o no. Vivimos tantas transformaciones que no solo son físicas, sino que se extienden a todos los niveles, incluso a los más inesperados.