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Por Mariana Conde

Quien piense que la FIL de Guadalajara es sólo para escritores no sabe de lo que se pierde.

La FIL es, ante todo, para lectores. Y lectores de todo tipo, desde niños hasta fans del manga, la novela histórica, el romantasy o los enormes mamotretos de crítica literaria que tanto nos intimidan desde sus portadas. No se necesita ser un letrado, ni siquiera un gran lector para disfrutar lo que la feria tiene que ofrecer.

Me atrevería a asegurar que es el lugar perfecto para los no iniciados en la lectura. Si bien la inmensidad de oferta puede ser abrumadora, pienso que es difícil llegar aquí por primera vez y no enamorarse de los libros. Es un espacio eminentemente humano,  que embriaga nuestra curiosidad innata y en el que puedes encontrar un volumen sobre cualquier tema que te interese y descubrir otros que no sabías que podían interesarte.  

Los grupos escolares bajan en hordas de sus camiones, emocionados seguramente por romper la rutina y tener un día de semi-pinta, pero quiero creer que también ante la perspectiva de obtener en este espacio de 43,000 metros cuadrados, un resumen del mundo traído a sus manos por tantas editoriales, autores y países invitados.

En la FIL no solo se habla de literatura, se abordan temas de importancia para la humanidad en general y se presentan libros de los más diversos temas. Es notorio el espacio que se otorga a asuntos de sustentabilidad, derechos humanos, igualdad de género, ciencia, economía y política.

Viendo esto, es imposible negar que la educación y los libros son algo deseable para todo ciudadano, para todo mexicano y nos deja perplejos el que en el sexenio pasado hayan tildado la FIL de ser un evento de conservadores de derecha y que, en una enorme muestra de repudio al conocimiento, se hayan distanciado de ella. Tristemente, esta línea de no-pensamiento continúa y en esta edición de la FIL de Guadalajara fue notorio que ningún representante del gobierno federal se haya presentado a la apertura del mayor mercado mundial de publicaciones en lengua hispana, uno que representa una derrama económica de más de 330 millones de dólares americanos en cada edición. Si no por cultura, al menos por interés económico les convendría hacerlo.

Nada de esto merma el disfrute de los que padecemos de bibliofilia, o ¿FIL-ia? ¿Qué mejor manera de sobrellevar la frustrante realidad que se vive en nuestro país -y en todo el mundo-  que escaparnos a un libro, a miles de libros?

Aunque sea por unos días, me refugio entre los pasillos flanqueados por torres interminables de papel y tinta que guardan un sinfín de universos por descubrir, batallas por librar, pensamientos privados, amores, traiciones; vida y muerte. 

Es difícil explicar el FOMO que siento al ver el programa de presentaciones, coloquios y conferencias y darme cuenta que no puedo desdoblarme y asistir a más de una al mismo tiempo y que nunca sabré si la que elegí es mejor que la que dejo pasar. Me maravillo en cada plática sobre la importancia o la inutilidad de pensar el cuerpo en tiempos del fin del mundo, las relaciones tóxicas en la literatura o la presencia de las letras hispana en los países nórdicos. Y dónde más tendría oportunidad de hacer preguntas a autores favoritos y saludar viejos amigos de las letras, reales o imaginarios. 

Metida aquí, no hay nada que me parezca más importante y real que lo que se exhibe y se discute en este encuentro. Es la oportunidad no solo de describir e interpretar realidades sino de criticarlas, salirnos de ellas y pensar en cómo quisiéramos reconfigurarlas. 

Por unos días, siempre demasiado cortos, el mundo de afuera puede esperar.

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