Por Mariana Conde
Un soleado día de invierno me encontraba en una estación de trenes de otro país. Mataba el tiempo esperando el que me llevaría a visitar algún poblado cuyo nombre ya no recuerdo. Veía los puestos de revistas y golosinas sin decidirme a comprar nada, pesaba el costo-beneficio entre una manzana o galletas de chocolate cuando:
- Perdón la molestia. ¿Hablas italiano?
- Sí.
- Podría pedirte un favor… ¿Tienes 15 minutos?
Aquí también hay testigos de Jehová, pensé.
- La verdad no, no sé… ¿de qué se trata?
- ¿Puedes venir conmigo? No es nada raro, es solo algo de amor.
No es un testigo sino un loco y bastante raro, pensé. Di un paso atrás.
- ¡Ay no! Eso sonó muy mal, déjame explicar…
- Con permiso, ya sale mi tren, dije y comencé a caminar.
- Es que necesito ver a Amalia, pero su papá no nos deja.