Por Mariana Conde

Durante la resaca electoral del lunes, recibí llamadas de distintos conocidos, casi todas con el fin de intercambiar pésames y lamentarse de los resultados de la faena del domingo. 

Algunos estaban verdaderamente en pánico, vaticinando el fin del México que conocemos y su transformación en algo más cercano a Cuba, Venezuela o, más bien, la Colombia de tiempos de Pablo Escobar. Incrédulos ante la perspectiva de que el narco termine por controlar cada rincón como el verdadero gobierno tras bambalinas, que desaparezca la división de poderes, que la impunidad siga avanzando y la democracia retrocediendo. 

Otros muy enojados, con el partido al mando por todo lo que ya sabemos; con el INE y sospechosismo acerca de un fraude electoral; molestos, sobre todo, con los mexicanos que votaron por esta continuación sin entender su perspectiva o motivos. 

Los menos resignados a otros seis años del partido en el poder, pero con un atisbo de esperanza de que las cosas no sigan igual-igual, de que la nueva presidenta se deslinde de errores del pasado, del cinismo, la intransigencia, otro-datismo y post verdad que hemos vivido este sexenio. Con el anhelo de que, al fin, en su condición de mujer y minoría, ponga dentro de la agenda política a los que nunca han estado incluidos en ella.

Mujeres al frente del debate, abriendo caminos hacia un diálogo más inclusivo y equitativo. Aquí, la diversidad de pensamiento y la representación equitativa en los distintos sectores, no son meros ideales; son el corazón de nuestra comunidad.