Por Marilú Acosta
El amor es un elemento fundamental del universo para el cual aún no se ha inventado la tecnología que lo pueda medir. El amor debería de tener fuerza, dirección, sentido, potencia, velocidad y momentum, como un vector. Peso atómico, valencia y punto de ebullición como un elemento de la tabla periódica. Debería de poder despejarse como una incógnita, derivarse para poder conocer la razón o la velocidad de cambio en un determinado punto e integrarse para calcular su volumen. El amor es, existe, está, nos rodea, lo sentimos, lo d-escribimos, lo des-cubrimos, más no podemos medirlo, ni calcularlo, ni verlo a través de un microscopio, no podemos tomarle un ultrasonido, ni se ve en una tomografía de emisión de positrones. Es intangible, incoloro, inodoro, insaboro, no es físico, ni temporal, ni espacial. Le ponemos un lugar en el pecho, tiene un símbolo (un corazón no anatómico), hay poemas, canciones, novelas, obras de teatro, pláticas de café, y sin embargo lo seguimos malinterpretando.
El amor tiene una contraparte que es el amor-que-no-es. Mientras que el más grande acto de amor es el desapego, el mejor acto de amor-que-no-es es el sacrificio. El amor y el desapego nacen del espíritu, el sacrificio y el amor-que-no-es, provienen del ego y como ya lo dijo Pamela Cerdeira, el ego es la gasolina del diablo; y el diablo está en los detalles.