Por Marilú Acosta
Cuando la prisa no te acecha los talones, transitamos por los pasillos del aeropuerto como túneles que conectan puntos distantes en el espacio-tiempo. La sala de espera nos ofrece la experiencia de un limbo donde el tiempo no existe, porque la existencia del tiempo sólo se entiende si hay velocidad y distancia. Contar con un número de puerta y horario para abordar, son datos que se difuminan dentro de los ajustes inesperados de una aerolínea. Entonces, la espera multiplica la sala en limbos multidimensionales. Aquí encontramos cosas que en lo cotidiano no tienen ni espacio ni tiempo para suceder. Leemos con ahínco, escribimos con creatividad, nos desestructuramos con tranquilidad, porque la moneda de salida se balancea en el aire. Poco se encuentra en nuestras manos y no somos responsables de nada que no sea esperar. En la sala de espera somos libres para existir. Podemos ser sin que nada nos obligue a hacer.
A nuestro lado se sientan el sentido de la vida, nuestro futuro cercano, la incertidumbre sobre la ropa que empacamos, las opciones nutricionales disponibles, además de una lista de actividades que debimos cumplir y otras que nos miran sin saber si se completarán o no. Dependiendo si vamos o regresamos, nos deslizamos por un pasado nostálgico o un futuro esperanzador. A veces se nos pierde la mirada y nos caemos en el abismo de vivir cinco unidades de tiempo, de las cuales no sabemos si son segundos, minutos u horas. Escuchamos conversaciones ajenas y nos cruzamos con instantes de vida que nos resultan extrañas.