Por Martha Ortiz
Bordamos la existencia desde los ingredientes y preparaciones que se guardan en la memoria gastronómica. Ello, sin olvidar que, desde el origen, en nuestro país estamos hechos de maíz y sus acompañantes, los cuales nos visten de mil maneras: nos envuelven en sus hojas, que obran malabares estéticos, y nos regalan personalidades singulares, incluyendo las gamas tonales de este preciado y mágico grano.
Es en noviembre cuando los tamales se vuelven oscuros, con sabores que son como golpes duros, ráfagas para el paladar, que impactan precisamente esa memoria construida de sabores, sazones y guisados.
El Día de Muertos es una vivencia culinaria que emana de la tradición cultural profunda de México, como uno de sus momentos cumbre. Probamos la historia a cucharadas. El magnánimo color negro que acompaña a los platillos, joyas comestibles, junto con las sazones que integran el repertorio de esta festividad, con ingredientes como cenizas, especias, flores, perfumes de inciensos, conforman una pasarela a manera de cuadros de una exposición artística que honran el linaje de la cocina mexicana.
Comienza nuestro viaje entre copal y humo para honrar a los ancestros y traerlos a la memoria. Por el poder de la cocina convocamos a todos los seres amados, queridos y recordados que ya no están, con sus bocados preferidos e inclusive con sus juicios y prejuicios saborizados.
En los maravillosos altares, las fotografías y otros objetos de los muertos se colocan de forma vertical, como para llegar al cielo, esperando que la distancia y los aromas de los guisados sean más cortos, para que esa noche probemos el banquete existencial. Así, los muertos también recuerdan el sabor del chichilo negro, mole ceremonial oaxaqueño sin notas dulces, como la misma muerte; del atole de cascara de cacao; de los tamales luctuosos de maíz oscuro que guardan en su interior la sangre roja, palpitante, aún viva como el magma existencial; del pan de muerto o el de caritas enterradas entre el trigo; de los burritos en desfile, sostenidos con hilos, que acompañan al pulque, tequila o mezcal.
A veces están presentes, además, el tabaco y las calaveras de azúcar grabadas con nombres. Éstas son blancas y están decoradas con flores y garabatos de colores para recordar a los difuntos con su transmutación de colores, ya que el blanco de la sustancia dulce es la unión de la gama tonal de todo lo que existe en el reino de las viandas y las mordidas.
Este banquete vital también viaja en peregrinaje a los panteones, creando una poesía visual para el espectador que camina entre cempasúchiles a la luz tenue de las veladoras, las canastas con servilletas bordadas, las jarras de barro que guardan atole o pulque fermentado siguiendo la tradición prehispánica, y el ingrediente fundamental, el amor, que siente la necesidad de alimentar y sazonar con maestría el recuerdo para “animarlo”.
Sentada en una hermosa silla de palo, de esas que dignifican los pueblos de México, pintada de flores naranjas y moradas sobre un fondo verde vibrante, y saboreando el perfume del copal, miro las llamas y observo cómo algunas flores, que seguramente volaron desde la silla y que también son ingredientes, se convierten en ceniza como por arte de magia y revolotean con el abanico de palma en mano.
Yo, cocinera y amante del chichilo, dispongo el gran comal de barro para preparar el mole, oscuro como la noche. Separé cuidadosamente el cuerpo seco del chile chilhuacle negro y sus hermanos mulato y pasilla, del espíritu picante de las venas y semillas, que regala placer a la vida y lleva al límite del dolor, es decir, como la vida y la muerte. A estos ingredientes se unen las tortillas, el tomate, el jitomate, la pimienta, el comino, la hoja de aguacate y otros secretos, para la quema. En la cazuela, el asiento de manteca hace de las suyas con sus chirridos y comienza la danza de ingredientes molidos que requieren de líquido para terminar el baile, sin limitar al chocolate.
El baile de la noche de muertos, el viento, las flores, la silla de palo y el metate quedan dispuestos para reiniciar el ciclo de la vida y la muerte. Los sabores ceremoniales oscuros, poderosos, de lo mexicano, enviados al cielo, son el regalo de esa noche. Que esta receta emocional sea un guiño profundo para celebrar la vida, probar sabores distintos y honrar a los muertos con platillos monumentales.
Buen provecho
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.
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