Por Martha Ortiz
Comienza a hacer frío en mi espacio preferido, que por supremacía personal es la matriz creativa: la cocina. Ya estamos en las posadas, con esas estrellas pecadoras de los aires que son las piñatas, y a mi cuerpo y espíritu gastronómico se les antoja probar y compartir una bebida caliente como me la enseñaron a preparar las sabias y benévolas brujas que son algunas cocineras tradicionales de mi país. Esa bebida, el ponche, tiene la posibilidad de beberse dentro o fuera de los hogares y también se toma de día o de noche, es decir, es andariega, desvelada o desmañanada.
Me dispongo a seleccionar y dividir los ingredientes, lo cual no tiene que ver con su tamaño ni origen sino con sus matrimonios, amistades o inclusive enojos secretos, que son obvios para los curiosos gastronómicos. Se levanta el telón de las delicias. Primero hacen su aparición, una a una, las especias: la canela, el clavo, las estrellas de anís, que bajaron del cielo por consejo de su prima mayor la estrella de Belén para pedir posada en el nombre del cielo. Me gusta darles un paseo por el comal, ya que su aroma se convierte en perfume penetrante y con la llama surge un aceite sutil en su piel que las hace brillar. Todas juntas esperan su turno para zambullirse en la olla de barro.
Luego tomo en mis manos los tamarindos y hago estallar su cáscara con un sonido terrenal como trueno que va del suelo al cielo. Siguen los tejocotes con su papel protagónico, ya que en esta puesta en escena son los primeros actores, peladitos para que una vez cocinados sea más fácil comerlos, aunque no se debe olvidar que encontraremos los tropiezos de sus semillas y que el sabor singular, preciso, precioso y carnoso de esta maravillosa fruta sólo hace su aparición estelar durante la temporada invernal.
Por otro lado, la primera actriz, que es pura dulzura, la caña, espera en su camerino dentro de una canasta de paja, bien paradita, erguida y sobria. También va pelada y partida (forzosamente con cuchillo grande) con el diseño que hayamos escogido para el próximo balneario culinario. Recomiendo cortarla en trazos largos para que pueda asomarse a la fiesta, desde su jarrito.
Las manzanas y las guayabas no son amigas. Aunque ambas son frutas, tienen sus grandes diferencias, ya que la primera huele fuerte, usa mucho perfume, mientras que la otra se sabe sensual y provocadora, causante del pecado original, así que de ser posible se pican en tablas separadas para evitar el pleito de las semillas y que se peguen entre ellas. ¡Vaya chismes!
La jamaica está deseosa e impaciente de teñir el ponche con ese rojo que sólo ella sabe dar, además de rehidratarse y abrirse en juventud nuevamente en el agua hirviente. Por otro lado, también el piloncillo pide con palabra cocinada y poética entrar en el agua para regalar una suavidad distinta y benévola a la bebida caliente, deliciosa y humeante.
En su sacrificio, ya sin corazón, las ciruelas pasas están deseosas de arrojarse a la danza del fuego para regalar su sabor en plenitud y continuar su diálogo con la jamaica sobre el conocimiento de volver a la juventud, ya con la experiencia del agua caliente y sin arrugas, porque la piel se hincha para el respiro de la mordida.
Debajo de nuestra olla la llama se enciende con todo su poder, inundada de líquido, y uno a uno ingresan en ella los ingredientes. Cuando el líquido comienza a hervir hace de las suyas por devoción a los sabores, ya que se han estrechado lazos porque comparten un propósito superior y unidos saben a tradición. Así que la misma olla recomienda al creador de la bebida y dueño de la cuchara bajar el tono al fuego, para que con cadencia y suavidad todo se impregne sin que las frutas se rompan. Quienes entran en la cocina-matriz por curiosidad o por asomo de la casualidad, conviven en esa embriaguez frutal con destellos futuros para el paladar.
Llega el momento de tapar la danza de sabores para que el vapor deje de embriagar y la sazón líquida deje de consumirse. De esta manera se concentra la esencia de todos los ingredientes para crear ese maravilloso fluido ligeramente espeso, perfumado, exótico y luminoso al paladar.
Después de su paso por el fuego debemos colar cuidadosamente la bebida, separando nuestra fruta prístina para volverla a colocar con gracia. La caña y el tejocote se vuelven a encontrar en el fondo de los jarritos de barro desgastados por linaje y uso, en compañía de las otras frutas y, si lo deseamos, un poco de ralladura de naranja sin el amargo de la cáscara blanca que protege su carne cítrica.
La pera nos mira con disgusto desde el frutero, pero tiene la promesa de estar presente el próximo año, siempre y cuando no entre en conflicto con las semillas y el fuerte perfume de la guayaba y la sensualidad histórica de la manzana, y se quede sólo con su elegancia.
Ahora debemos resolver la pregunta que da título a esta narrativa donde los ingredientes están vivos y nos platican su proveniencia y espera: ¿con piquete o sin piquete? En otras palabras, ¿vertemos o no un elíxir o aguardiente mexicano como raicilla, mezcal, tequila, bacanora o charanda entre las frutas y el líquido, para que el licor punce los sentidos, el frío se quite rápido y los destellos en la lengua y el paladar se hagan presentes? Como cocinera de vida me quedo con los piquetitos, que son coquetería gastronómica y guiños al paladar, y agradezco a las posadas, la época decembrina y el frío la posibilidad de regalar este ponche humeante y compartirlo, diciendo “buen provecho”. Que la sazón y la sabiduría culinaria nos siga acompañando el próximo año.
Felicidades
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.
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