Por Martha Ortiz
Soy cocinera, aprendiz y admiradora del trazo, el color, la perspectiva, la armonía y las texturas de los grandes pintores. A la par, soy buena escucha de los compositores y músicos que distinguen notas, armonías, rupturas, arias, recitativos, solos y orquestas, completas o de cámara. También me gusta ser mexicana y mujer de mi tiempo, rompiendo techos de caramelo.
El relato de hoy comienza así:
A toda velocidad, en un convertible de color vivo, un hombre (el pintor más notable y notorio de su época), embriagado por el alcohol y su propio talento, decidió rebasar conscientemente al automóvil que tenía enfrente. Algo susurró a una de sus “acompañantes” y se estrelló. Terminó con su vida como la había vivido, con trazos rojos del color de su sangre esparcidas por todo el parabrisas… Historia suspendida, expresionismo puro: acting-out pintando un último cuadro de gran formato con su líquido vital.
Este ciudadano estadounidense, adorado esposo de otra gran artista, Lee Krasner, quien le dio concentración y diálogo en su tormentosa relación, aportó mucho a la gastronomía sin saberlo. Pocos están conscientes de que hoy realizan trazos gestuales a su manera. Él lo hacía sobre lienzos, nosotros sobre superficies planas de porcelana o cerámica, papel, nuevos materiales.
Aprendemos del imaginario ya expuesto, comentado y estudiado. Este hombre de grandes dimensiones, tanto físicas como pictóricas, se llamaba Jackson Pollock. Nos aportó el expresionismo abstracto, cocinado hoy con ingredientes y técnicas asertivas a través de la ciencia.
Tiempo atrás, del otro lado del mundo, otro artista, longevo y expresionista, abandonó una carrera formal y aburrida para dedicarse a lo que él mismo tituló “lo espiritual en el arte”. Nos regaló valores cromáticos y experimentó con su afilado pincel, cual cuchillo, trazos circulares con una compleja estructuración.
Wasily, su nombre; Kandinsky, su apellido. Se fascinó con la música y encontró en sus obras notas sonoras contundentes, vivas, capaces de la autorreflexión, hoy muy presentes en la gastronomía a pesar de que muchos de nosotros lo ignoramos.
Fondos de salsas circulares, prismas de colores, armonías funcionales, tensión entre los elementos, bocados, cortes, sabores, aromas, como si tocáramos con la lengua eso que él, y sólo él, llamaba “lo espiritual”.
Cerremos los ojos e imaginemos a una mujer extremadamente hermosa que salía por las noches a darse baños de luna, que escribía historias en revistas femeninas dirigidas a señoras que disfrutaban pasar sus páginas para imaginarse bellas, ricas y perfectas acompañantes, mientras relataba historias geniales y extraordinarias para nuestro deleite.
A ella, Clarice, le gustaba fumar. Escribía a máquina sobre su regazo, dedo a dedo, golpe a golpe. Una noche se quedó dormida con la brasa de su cigarrillo todavía encendida. Su cama se quemó, lastimando su rostro con cicatrices, lo mismo que gran parte de su cuerpo. Incendiada como su pensamiento —otro acting-out— se dio a la tarea de estudiar el límite del lenguaje y nos legó sus reflexiones bajo el título Agua viva, un gran regalo para cocineras y cocineros. Vivía el acto de apropiarse de los alimentos como lo describe en este extraordinario libro.
Hoy ningún crítico puede expresarlo de forma tan magistral. “He comido mermelada de rosas pequeñas y escarlatas: su sabor nos bendice al mismo tiempo que nos ataca. ¿Cómo reproducir en palabras el sabor? El sabor es uno y las palabras son muchas.”
“He parado para tomar agua fresca; el vaso ahora ya es de grueso cristal facetado y con miles de chispas de instantes. ¿Los objetos son tiempo detenido?”, se preguntaba esta maravillosa mujer.
Genialidad descriptiva para quien sabe leer y escribir. Así que, Clarice, te apropiaste también de tu apellido, casi devorado por el fuego, Lispector. Viviste como lo escribiste, en llamas.
Vivimos en un mundo donde el conocimiento es parcial. Como diría el poeta, son tiempos sucesivos: una imagen, otra y otra más, en progresión interminable.
Sin saberlo, Pollock está presente en Instagram y no sólo en las cuentas de los museos de arte moderno, sino en numerosos platillos con dibujos extremos, salpicados con salsas de colores como pinturas expresionistas. También lo está Kandinsky, con su mística de prismas coloridos, agrupados, que se descomponen y forman un plato que hoy es tendencia.
Y Clarice, quien nos enseña que la palabra nombrada describe sabores alusivos a la condición humana, que el sabor es percepción y que existen palabras que son más que esta gema colorida en la lengua.
Para terminar con este pequeño relato antes de llegar al postre, el músico, el amante, el consagrado de la mujer liberada que hacía recetas con su propia vida. Propietaria, como nosotros, de un oficio. Creativa con maestría, entre hilos de sabores, regalando una austeridad erótica para el gran platillo. Gastrónoma de su propio destino, inspiradora de lo que hoy las mujeres llamamos libertad y que sabemos escuchar con todo el cuerpo, cacerola en mano y en la trinchera de nuestro propio fuego.
No existe nada más difícil que entregarse al instante, al bocado, a la mirada provocadora, es decir, al abismo de recolección de matices y formas en el reino de la gastronomía. Lo cual, parafraseando al sociólogo contemporáneo, titularíamos el imperio de lo efímero, de la moda pasajera.
¿Es la velocidad de la imagen innovadora o es la repetición de lo mismo? Ésta, para mí, es la gran pregunta: ¿Es la gastronomía un fenómeno cultural, un campo de innovación? ¿O es más bien la tierra fértil de influencias de lo ya pintado, dicho, escuchado? ¿Vamos segundos más tarde? Sé que estas preguntas pueden dar vértigo, pero si las respuestas son claras, servirán para la autorreflexión no narcisista de nosotros los cocineros.
La relación íntima entre el hechizo del arte, el movimiento, lo que permanece y nos es propio, debe ser fuente genuina de motivación amorosa.
Cocineros artistas, no; cocineros artesanos creativos, dueños de oficio, sí. Nutridos por la evocación de la grandeza de los maestros históricos, tratamos con un sentido de gracia (la comunicación con la divinidad) de regalar momentos de placer.
La comunión es perfecta cuando, se nutre de otras disciplinas fuera de nuestra artesanía, que se inunda como un cocido a fuego lento de lo que se llama cultura. Debemos vivir repletos de sabores que tratan de ser relatos de los recuerdos anticipados que se llaman memoria.
A propósito, les platiqué de mujeres valientes que hicieron de su vida una receta maestra, y que ellas (y también ellos) han sido inspiración para mí.
Muy a propósito este relato es a tiempo pasado, ya que los artistas mencionados no son contemporáneos nuestros, y así podemos ver hacia atrás y palpar y saborear su influencia real.
Vivamos con responsabilidad en este momento donde gestamos un futuro que, de alguna manera, también es antiguo. Olvidemos el oficio de la ligereza, más aún en nuestro país, México, que dicho en términos culinarios, desde hace tiempo tiene hambre de justicia y sed de belleza.
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