Por Mónica Hernández
La noticia me dejó en un estado de pasmo porque no lograba comprender bien la noticia: una mujer que yo asumía maravillosa, conocida, respetada y hasta querida por mí y por miles, millones de lectores en todo el mundo a través de sus letras… ocultó un caso criminal. Lo escondió debajo de su personal halo de intelectual, de superioridad “moral”, debajo de su alta estatura internacional. Benjamin Labatut menciona en su libro Maniac que a los titanes les falta virtud de la ética. A Munro, desde luego. Yo me pregunto, ¿qué miserias habitarían dentro de esa escritora para solapar y encubrir a un marido criminal que abusa de una de tus hijas? (hasta ahora solo se sabe de una… pero la vida siempre da sorpresas).
Andrea Robin Skinner, una de las cuatro hijas de la Premio Nobel de Literatura, Alice Munro, denunció, desde que era una niña los abusos sexuales que le propinó su padrastro, un señor llamado Gerald Fremlin (fallecido hace poco, impune desde luego). A este hombre, como a muchos, les pareció que la “carne” de la casa de su mujer estaba tan disponible para él como lo estaba su esposa, la escritora. El asunto no paró ahí: el mismo padre de la criatura de nueve años (en ese verano de 1976) decidió ignorar la denuncia de su hija. Me imagino los comentarios del estilo “tiene mucha imaginación”, “seguro lo vio en la tele” “ya no sabe qué inventar para llamar la atención”… y un largo etcétera. Releo esta frase y me doy cuenta de lo que yo misma estaba haciendo el verano de 1976, el año que me mudé a Estados Unidos: Andrea Robin es un año mayor que yo y mientras yo comía pays de manzana y veía los fuegos artificiales del 4 de julio de 1976, el 200 aniversario de la independencia americana… ella sufría abuso sexual a unos cientos de kilómetros de donde yo estaba en ese momento. La vida desde luego reparte cartas variadas. Ella, hija de una autora reconocida y esforzada, siendo vejada. Yo, la hija de un estudiante de universidad de posgrado, corriendo por el parque.