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Por Mónica Hernández

Vacaciones. Sinónimo de oportunidades por descubrir, de gozos aplazados, de promesas por cumplir. También la ocasión de hacer esas actividades pendientes, como por ejemplo, aprender a tejer amigurumis. Me confieso: no soy tan moderna. Había visto, eso sí, hace algunos años, unos muñecos tejidos a mano, a ganchillo o crochet, que pululan por todas partes. Con envidia secreta, miraba a quienes decían que los hacían, de noche, a escondidas, como distracción o terapia ocupacional.  Como nadie me ha regalado uno, no sabía ni cómo se llamaban. En mi caso, entré a la clase de ganchillo porque mi hija adolescente decidió que entre las veinte mil ocurrencias que tenía pendientes de aprender en verano, estaban los amigurumis (pasamos por galletas, pasteles, caligrafía y lettering…). 

Así que fuimos a uno de estos lugares sagrados, que como templos místicos, guardan los secretos de las ancestras, incluyendo las mías: una mercería. Botones, hilos, agujas, lupas, ganchillos, revistas, encajes por metro, estambres de mil categorías, materiales y grosores, se mezclan con esas tradiciones orales y manuales, que como los secretos familiares, se transmiten de generación en generación. Total, que si comprábamos ahí los estambres, teníamos derecho a contratar a la maestra por día. Procedimos a adquirir los hilos, los ganchillos y unos separadores (mi mamá y mi abuela usaban seguritos, pero ya está más sofisticada la cosa). Yo llevaba una muestra (previa investigación en internet que aplacara mi ignorancia acerca de los amigurumis) de una Jane Eyre (lo sé, me delato a la primera) y mi hija de un ajolote, con los que está obsesionada (no encuentro una palabra menos agresiva que defina su pasión por los ajolotes de cualquier material, dado que no está permitido tener un ejemplar vivo como mascota). Nos sentamos en la mesa y a trabajar. Yo ya sabía usar las herramientas y me dediqué a tejer como si se me fuera la vida en el intento, aunque necesité una actualización sobre los nombres de los puntos. Mi hija no tardó ni media clase en aprender a hacer cadeneta, medio punto, deslizado, alto y doble. Mi Jane Eyre parece funda de lata de refresco, pero por fortuna, el ajolote que se convertirá en mi nieto sí se asemeja a lo que predica. 

Mujeres al frente del debate, abriendo caminos hacia un diálogo más inclusivo y equitativo. Aquí, la diversidad de pensamiento y la representación equitativa en los distintos sectores, no son meros ideales; son el corazón de nuestra comunidad.