Por Mónica Hernández

En general, leer siempre se ha considerado un acto de rebeldía, un cisma, un elemento diferenciador. O simplemente, un placer. Un gozo a escondidas, un rato para uno mismo. Para las mujeres en particular, leer era considerado tabú, un peligro porque podían pensar (¡horror!) por sí mismas. Leer estaba prohibido porque les alimentaba el alma en épocas donde las mujeres eran las proveedoras de hijos.
Si bien esto no ha cambiado en algunos lugares del mundo, no hemos podido leer a Rosario Castellanos como debiéramos. Ni siquiera en México, su propio país. Hasta no hace mucho, su obra no se había divulgado de manera adecuada; era exclusiva de círculos superiores y cerrados. Hasta que esto cambió. De hecho, fue gracias a una visionaria directora del Fondo de Cultura Económica que se rescataron algunos textos y se mandaron reimprimir, que Rosario Castellanos volvió más fuerte, más altiva, más cercana que antes. Gracias a Consuelo Sáizar de la Fuente, que la rescató del polvo del olvido. Hasta la librería, una de las más hermosas de la ciudad de México lleva su nombre (de nuevo, gracias al tesón y el empeño de la antigua directora del FCE, una mujer cuya sensibilidad encontró espejo en las letras de la escritora y diplomática que nació hace 100 años). Se puede decir que se cumplió la profecía del Eterno Femenino.
Hasta aquí, todo muy bien. Pero Rosario Castellanos no es lectura sólo para las élites. Gracias a Gabriel (hijo de Rosario), personaje involuntario, siempre afable, es que ahora podemos compartir objetos personales de su madre que se exponen en San Ildefonso. Lo de menos es el pretexto: los cien años del nacimiento de Rosario, de nuestra Rosario. Porque Rosario Castellanos es nuestra, es de todos y tenemos que apropiárnosla. Un cielo sin fronteras, Rosario Castellanos, archivo inédito, es el nombre de la Exposición, hasta el 24 de agosto. Si visitar la exposición no te anima a leerla, te daré más razones.
Elena Poniatowska menciona en una conferencia cómo hay que leer a Rosario Castellanos. Yo, como Bora, respeto. Bebo de la sabiduría ajena y aprendo, pero me conformo con que se lea a Rosario y no en cómo se lea. Séneca menciona en Sobre la tranquilidad de la mente que no hay un premio al final de la vida por leer más libros que nadie. Ni siquiera por leer los que se hayan leído. Porque el premio está en las páginas leídas, en las letras bebidas, bailadas y olfateadas, en las palabras que se siguen unas a otras, como los elefantitos aquellos que se columpiaban. El premio está en la lectura, en la acción de leer. El premio de leer a Rosario Castellanos es precisamente el disfrute y la comprensión de sus pensamientos, en la interacción con sus ideas, en el cuestionamiento de sus propuestas. Lo mismo que en la lectura de sus denuncias, sus quejas, sus lamentos. La autora invita, casi obliga al lector, al diálogo a través de la lectura de sus cuentos, de sus ensayos. Como toda lectura, coquetea con la idea de que el lector nunca es pasivo sino que se convierte en co-autor de la obra. Porque con las letras de Rosario Castellanos se dialoga, se baila. Se enamora.
¿No sabes por dónde empezar? Hay poesía, hay novela, hay ensayo. Hay obra de teatro. Hay denuncia y feminismo. Hay indigenismo. Pero sobre todo, en sus letras hay heridas, hay dolores, hay cicatrices. Esto es lo que hace una lectura diferente de las otras. Si bien no hay espanto, hay humanidad y es esta humanidad la que nos permite relacionarnos con sus textos.
Cioran dice que Sócrates aprendía un aria para flauta mientras le preparaban la cicuta que debía terminar con su vida. No faltó quién le preguntara para qué aprendía algo a punto de morir y su respuesta, siempre sabia fue “para saber algo nuevo antes de morir”. Lo mismo aplica con Rosario Castellanos. Hay que leerla antes de morir. Sólo porque sí. Como diría Italo Calvino, es mejor leerla que no leerla. A Rosario Castellanos siempre será mejor leerla que no leerla.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.

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