Por Mónica Hernández
Con motivo del aniversario, conmemoración y festejos por el “día de la bandera” me hice las preguntas habituales sobre la participación de las mujeres, mis ancestras, antepasadas y demás antecesoras en algo que cada año se celebra, cada vez con menos cafeína, el 24 de febrero como el “Día de la Bandera”. El rojo simboliza la sangre derramada por los héroes que nos dieron patria. Me imagino que por las heroínas también, pero luego me tachan de exagerada. Lo que es una realidad es que la sangre que más se derrama en este país es de hembras, de mujeres golpeadas y asesinadas, pero esa canción ya se la saben. Más allá de imaginar a muchas mujeres cosiendo y bordando escudos y largos trozos de tela, no encuentro muchos motivos de celebración. Me imagino lo que pasaría si a las marchas en defensa de la democracia, de las mujeres, de los derechos… la gente lleváramos banderas tricolores.
¿Nos arrestarían o nos uniría algo tan profundo como una bandera de México?
En todo caso, ¿qué es una bandera? Desde luego, un pedazo de trapo. Pero lo importante es lo que representa o significa ese “trapo”. Se utilizó desde las legiones romanas, para hacer visible desde lejos a quien se acercaba o alejaba. Los visigodos las adoptaron y los musulmanes las introdujeron a Europa cuando conquistaron España. Los cruzados las llevaron en sus viajes y hasta dieron su vida por ellas, a fin de que no cayeran en manos “infieles”. Los reyes y señores mostraron sus linajes bordados en ellas y los países las adaptaron (casi siempre sumando los diferentes escudos) según se conformaron los estados. Como bandera de un país, la más antigua es la de Dinamarca, o Dannebrog, que tiene nada menos que 803 años (y contando).
Banderas mexicanas ha habido muchas, tal vez demasiadas porque reflejan las convulsiones que se han vivido en el país en apenas 201 años de historia.
Solo se reconocen formalmente cuatro, elegidas por el simbolismo respecto a los sucesos que representan y al momento en que se izaron:
La primera que se puede considerar como tal fue, ironías de la vida, la imagen de una mujer, en este caso, una virgen mestiza, cuya cara se utilizó a consciencia para adoctrinar a los nativos de estas tierras en la fe católica. Sí, el estandarte de la Virgen de Guadalupe que sacó el cura Hidalgo de su parroquia está considerada la primera bandera de México, aunque el país no se llamara así sino hasta dentro de varios años después de aquel septiembre de 1810.
La segunda, una bandera tricolor (verde, blanco y rojo en alusión a la unión de europeos y nacionales, religión y la sangre derramada para conseguir la independencia). Ojo que el color blanco, el de la religión, se mudó a “unidad”, por aquello del liberalismo del siglo XIX. Esta es la primera bandera como tal y que integraba entonces al águila como símbolo nacional, bajo una corona imperial, la de Agustín de Iturbide. Me gusta imaginar la cantidad de horas que le dedicaron los hombres ilustres de aquellos días, Vicente Guerrero, José Miguel Ramón Adaucto Fernández y Félix (alias Guadalupe Victoria), Nicolás Bravo, Ignacio López Rayón… eligiendo escudos para ofrecerlos como regalos a la patria. Qué bonitas y románticas suenan esas palabras hoy, cuando se van quedando vacías a falta de significado cotidiano. Esta fue la bandera con la que el llamado Ejército Trigarante (por aquello de los tres derechos fundamentales de los nacionales quedaban garantizados con la independencia de España) recorrió las calles del centro de la ciudad de México, con la cabellera de Agustín de Iturbide ondeando a la par, en una fecha que se festejaría como el día nacional durante muchos años y de la que hoy nadie tiene memoria, el 27 de septiembre.
La tercera bandera es una variación menor (y mayor) de la anterior: la que utilizaron los gobiernos de la República Mexicana, sin la corona imperial. Me gusta pensar que el gran Benito Juárez fue el primer (y tal vez el único) presidente ecológico de la historia, por aquello de que le gustaba reciclar (el palacio del emperador Maximiliano, los carruajes a los que les mandó rayar el escudo imperial, la bandera sin corona dorada y un largo etcétera). Le concedemos que el país estaba quebrado como para mandar a hacer todo de nuevo, aunque fueran carruajes, muebles y símbolos. Y ya que mencionamos al segundo emperador de los mexicanos, vale la pena mencionar la bandera imperial que se utilizó durante no más de tres años. La característica más relevante es que no había una, sino cuatro águilas coronadas en las esquinas, dentro una bandera de dos extremos verdes (derecho e izquierdo) y una franja roja al centro-derecha, que acortaba la porción de tela blanca. El águila central, rodeada de otras dos que guardan y protegen al escudo con sus picos, se posa sobre un islote, que a su vez se encuentra rodeado de agua. Todo adornado de galones y festones dorados, cual escudo francés o austríaco. Resulta curioso que la franja roja, que seguía representando la sangre derramada, la hubiera adelgazado, como si el entonces emperador supiera lo que le esperaba. No descartemos unas “ñáñaras” del más allá.
La bandera más reciente, que tiene exactamente 55 años, fue decretada por el entonces presidente Díaz Ordaz y el motivo no podía ser más festivo: la celebración de los Juegos Olímpicos en México en 1968. Digamos entonces que le debemos a ese evento mundial que las proporciones, el simbolismo del verde-blanco-rojo (esperanza, unidad y la sangre derramada por los héroes) y el hecho de que el águila se imprima en ambos lados de la tela (que deberá ser doble para ser oficial) conformen nuestra bandera actual.
¿Qué hay este año para celebrar? La pregunta sigue sin ser contestada. Entonces paso por alguna de las astas de muchos metros que ondean esas banderas gigantes, esas que pesan toneladas y que se mueven con los vientos típicos de este mes de febrero. Es la bandera de mi país y recuerdo lo bonita que es.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.
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