Por Mónica Hernández Mosiño
A mí me pasa que cuando estoy en un lugar mágico me transporto al mundo del hubiera. Si yo hubiera nacido en París me imagino lo que habría desayunado, visto, caminado y saludado. Fantaseo con el lugar donde habría comprado un croissant, un café, una crepa o en qué puesto hubiera comprado flores. Lo mismo me pasa en un rincón colonial de la Ciudad de México, lleno de recovecos empedrados, bardas de piedra que han visto pasar generaciones enteras y siguen ahí, mudas, pero no ciegas, al paso del tiempo. Los árboles, por el contrario, siguen creciendo y dando ramas, hojas y hasta flores. Los troncos se engrosan y sus semillas dan paso a sus hijos, nietos y bisnietos que crecen como árboles nuevos, sin dejar de dar la bienvenida a otras especies que también se quedan a habitarlo por generaciones por venir.
Yo sabía del mito de las apariciones esporádicas de una escritora famosa y discreta en un barrio como los de antes, los de siempre, con su capilla, su atrio y sus feligreses, su mercadillo de domingo y su río, del que solo queda el nombre y algunos puentes. En medio de ese paraíso escondido entre grandes y ruidosas avenidas habita una mujer que ha visto pasar casi un siglo, que se dice corto pero se explica largo, larguísimo. Ojos que han visto 90 celebraciones navideñas, 90 años nuevos y a mucha gente nacer, a mucha partir.
Claro que había leído algunas de sus obras, o al menos lo había intentado. La pluma de Elena Poniatowska no la comprendí cuando era joven y ahora que ya no lo soy tanto comienzo a entenderla, madurada por las manecillas de los relojes y las hojas de los calendarios. Incluso, me emocioné cual Hercules Poirot cuando descubrí su cameo entre las páginas de sus novelas, lo que me provocó una satisfacción de esas que no es posible compartir: me la tropecé como personaje de sus propios libros y disfruté también su sentido del humor, su picardía e incluso su desfachatez. Ella puede hacer lo que quiera y lo hace. Pero eso yo debía saberlo desde antes.
Yo sabía de la escritora y persona pública, pero una faceta íntima que no le conocía la pude presenciar, estupefacta cuando menos, patidifusa cuando más, por el nervio que me dio verla donde menos la esperaba hace algunos años, de esos que parpadeas y se quedaron atrás, que se volvieron memoria.
Una vecina entrañable, la muy querida Tante Pimi, mantuvo una guardería durante casi 60 años en este barrio, con un jardín lleno de hadas y duendes donde generaciones completas de pequeños aprendieron a jugar y a convivir con sus semejantes. Y ahí estaba ella una mañana, sobre una silla, a la sombra de un árbol de dimensiones imposibles, leyendo un cuento a unos niños que aún tardarían varios años en aprender las letras y la magia que brota cuando se juntan unas con otras.
La historia era muy atractiva: la boda entre un limonero y una jacaranda, dos huéspedes que casualmente eran vecinos de los niños, por detrás del muro y justo enfrente de la puerta de madera que los protegía del mundo. Recuerdo la voz, templada y mesurada, contando la trama más que leyéndola. Yo no sabía qué me atrapaba más: la sorpresa de tener a aquella mujer leyendo cuentos a unos niños que ni sabían quién era y tampoco les importaba o las caritas de esos mismos niños, que pasaban de la sorpresa al susto, cruzando por varios estados de emoción en el trayecto. Para mí, una cuentacuentos de lujo; para los peques, no tanto. No faltaron algunos que perdieron el interés a media historia y terminaron colgados del columpio por los pies, porque cuando tienes dos y tres años, ¿qué chiste tiene columpiarse en un columpio? El mundo visto de cabeza es más atractivo, digo yo con nostalgia, porque ahora solo lo miro de pie la mayor parte del día.
Aquellas lecturas no tenían fecha ni horario, eran producto de una necesidad que imagino le surgía a doña Elena, como le decimos con respeto los adultos. La misma necesidad que la hacía salir a reunirse con sus vecinos, para protestar por la tala de árboles y por todo lo que le parecía relevante para el barrio. Elenita para los vecinos.
La necesidad de ejercitarse, caminando hacia la panadería boutique de la esquina para recoger el premio por el esfuerzo: una concha gourmet que sabe a lo que debe saber un trozo de cielo, uno lleno de ideas, de París, de letras, de croissants, de hijos, nietos y bisnietos, de niños que acaban de dejar los brazos, de limoneros y jacarandas, de personas que hoy son memoria y de vueltas y recovecos, por donde ha transitado Elena Poniatowska, siempre vigente, siempre polémica, siempre sorprendente. Por mi parte, celebro que mantenga su espíritu rebelde y que siga haciendo lo que le apetece, a la hora que le apetece. Celebro su vida y, desde luego, su trayectoria. Porque si nadie salimos vivos de esta vida, ¿qué mejor ejemplo nos puede dar?
@monhermos
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