Por Mónica Hernández
(Abogados: por favor no me disparen por la imprecisión dialéctica).
Entra la pandemia y llegan montones de bebés, unos más deseados que otros, pero llegan en tropel. Los divorcios también, suspendidos por el cierre de oficinas donde realizarlos. Historias de terror, de risa, de desengaño y la mayoría, de sorpresa: ¿con quién nos casamos? La convivencia forzosa 24/7 durante semanas y meses nos desnuda de la piel hacia dentro ante el otro, esa pareja que elegimos “para toda la vida”. Y llega la pregunta inevitable: ¿Para toda la vida?
Nadie duda que los tiempos han cambiado y en muchos aspectos para bien, aunque no para todos. Vivimos el auge de la hipermodernidad en la que la única premisa válida es la satisfacción personal e instantánea, el narcisismo como barómetro del éxito personal. Como cosa del pasado se entienden conceptos como paciencia y largo plazo. El matrimonio es una de esas cosas antiguas, porque implica otro concepto pasado de moda, que es el compromiso. El amor y su variante efímera, el enamoramiento, siguen vigentes, pero deben forzosamente caber dentro del espectro del placer personal, que no de pareja. Ser pareja es un concepto que comienza a oxidarse, porque el amor es libre y vuela de rama en rama, de fuego en fuego y termina cuando se apaga. Y con suerte, termina bien. El matrimonio aún tiene cabida en esta época porque las bodas son ocasiones magníficas para reunirse, para lucirse, para divertirse y dejar constancia sonriente en Instagram.
Es verdad que es preferible un buen divorcio a un mal matrimonio y hoy en día es tan sencillo como ir a un juzgado y declarar que se desea terminar la relación contractual del mismo. Y tan complicado que hay quienes transitan diez años entre jueces y abogados después de disolver su unión, despedazándose con demandas que lo único que hacen es engrosar las cuentas de banco de los abogados. No entraremos aquí en las razones por las que una pareja decide divorciarse, porque todas son válidas y son tantas como las que llevan a una pareja a firmar un contrato de matrimonio. Porque se trata de un menester cultural y también social. Sí, el divorcio surgió como una necesidad hace muchos siglos, cuando los matrimonios se terminaban con la muerte de uno de los cónyuges. Sin embargo, ha recorrido un largo trayecto para llegar a donde estamos hoy.
Hace siglos solo existía el divorcio eclesiástico, cuando el pecado y la culpa regían el alma de los seres humanos. Seamos justos: el matrimonio solo podía darse mediante un rito religioso. Fue en 1585 mediante el III Concilio Provincial Mexicano en el que el sacramento del matrimonio podía separarse, que no disolverse (cada quién a su casa, pero casados hasta la muerte, con permiso del juez).
El primer divorcio de este tipo está registrado en 1702 y para 1821 solo se pueden encontrar otros trescientos eventos similares. La ley de Reforma del matrimonio civil de 1859 (que incluía la infame epístola de Melchor Ocampo, hoy afortunadamente igual de obsoleta que sus restos) obligó a que el divorcio, tramitado ante autoridades civiles, se limitara a cuestiones materiales. Y como muchas cosas hechas en México, la reforma quedó inconclusa porque el gobierno liberal chocó frontalmente con la sociedad conservadora y aunque se hizo posible el divorcio legal, el vínculo matrimonial continuó indisoluble.
Sobra decir que nadie quedó contento. Pero sí hay que aclarar que en cuestión religiosa, el matrimonio religioso nunca se extingue: cuando se llega a nulificar se declara que el matrimonio no existió. Juegos de palabras, ya sabemos cómo son los abogados, incluyendo a los de la Iglesia.
Fue hasta los estertores de la Revolución Mexicana que el divorcio imperfecto hijo de la Reforma evolucionó. El gobierno de Venustiano Carranza emitió la ley de divorcio vincular, con el que los cónyuges quedaban libres para volverse a casar (los humanos buscamos reparar nuestros errores o no entendemos y nos gusta repetirlos) como parte de las adiciones al Plan de Guadalupe de 1914. No crean ustedes que el antiguo gobernador de Coahuila era el joven moderno que podemos imaginar, porque para la fecha de la promulgación él tenía ya 55 años.
Fue la necesidad social, otra vez, quien lo impulsó. Europa desde hacía más de cincuenta años que había aprobado el divorcio como disolución del contrato matrimonial y muchas naciones del continente americano también. Como dato curioso, un amigo del presidente Carranza llamado Félix Palavicini, tenía prisa por firmar su divorcio y colaboró con la aceleración de la ley reglamentaria de dicho Plan de Guadalupe. Durante el siglo XX se registraron de 12 a 16 divorcios por cada 100 matrimonios, con el estigma social que implicaba. Sí: hace veinte años ser divorciada (en femenino) era una mancha en el historial social.
Y llegamos al año 2008, cuando se reformó el artículo 266 del Código Civil del entonces Distrito Federal, que introdujo el divorcio incausado, lo que traducido quiere decir que no se requieren causas para tramitar un divorcio, solo la voluntad y puede ser de una de las partes, en esa búsqueda del bienestar personal y emocional al que todos tenemos derecho. Lo que no quedó por escrito en la reforma al código es que ese bienestar es responsabilidad de cada individuo, en la misma medida que es su personal obligación. Sí, el compromiso primero es con uno mismo, pero al casarse, al tener hijos, al firmar un contrato de trabajo, al adquirir un crédito, al comprar una casa, se adquieren compromisos y esos, por definición, no son unilaterales. Aunque la época nos insista en que lo son.
@monhermos
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.
Más de 150 opiniones a través de 100 columnistas te esperan por menos de un libro al mes. Suscríbete y sé parte de Opinión 51.
Comments ()