Por Mónica Hernández
A veces pienso que la humanidad está condenada a desaparecer, porque somos una especie que nos atacamos a nosotros mismos, depredando lo que le queda al planeta y matándonos los unos a los otros, por las razones que sean. No importa si es por motivos religiosos (la pila de muertos en nombre de Dios ha sido la más alta desde que el mundo es mundo), por motivos de venganza o por lo que nos gusta llamar justicia, que puede que lo sea, o tal vez sólo sirva de justificación para no mirar con horror dentro de nosotros mismos. Aquí me refiero a la guerra en Palestina. Lo pareció en octubre y parece justo en febrero que los israelíes sigan buscando y liberando a sus rehenes (al menos, en cuerpo. En espíritu me imagino que siempre quedarán presos del horror de lo vivido), pero la crudeza del “pago” que han efectuado y siguen efectuando los palestinos por las ocurrencias de unos cuantos terroristas cada día parece más difícil de creer, no ya de justificar. Como en las peleas entre hermanos: no se trata ya de quién empezó sino de cómo se va a terminar el pleito.
Mirar hacia otro lado no levanta el ánimo, ni tan siquiera con la fecha de San Valentín rondando la vista y la cartera. Me gustaría pensar que el amor también ronda los corazones de la gente, pero a mi muy personal modo de ver, el empalagoso rosa y rojo por doquier, invitándome a comprar algo para demostrar mis sentimientos me provoca el efecto contrario: me repele, me aleja. Tal vez mi formación en marketing me haga dudar de todas las invitaciones que me intentan seducir para comprar rosas, chocolates, osos de peluche y beber burbujas rosadas.