Por Mónica Hernández
Las noticias cada día son más oscuras, más desalentadoras. Ya nadie se acuerda de la guerra en Ucrania, ni de los niños ucranianos desaparecidos, ni de las víctimas de esa guerra, sobre la que descienden el otoño y pronto, otro invierno. Los horrores de lo que sucede en Gaza, con israelíes y palestinos, es descorazonador. Para distraerse, uno mira por encima las redes sociales y se encuentra con hornos crematorios en Jalisco, con muertes a diestra y siniestra, todas sin sentido. Y por descorazonador me refiero a ese artilugio que le saca el corazón a las manzanas, a las aceitunas. Así queda un hueco dentro del pecho por estar viendo las noticias. Uno quiere apagar las pantallas, pero hay una especie de imán que lo mantiene a uno enchufado con ellas.
Y en medio de tanto horror, se enciende una luz, pequeña, es verdad, una chispa casi, pero no por eso deja de alumbrar, si es que aún no llega a entibiar. Claudia Goldin, una profesora de Harvard University, recibió el premio Nobel de Economía hace unos días. ¡Albricias! Es apenas la tercera mujer en recibir el galardón y la primera que lo hará en solitario (las anteriores lo habían compartido con sus compañeros). Amén de la ceremonia de gala en el palacio del ayuntamiento de Oslo, además del cheque por diez millones de coronas suecas (un millón de euros o unos veinticinco millones de pesos, menos impuestos más propina), el premio reconoce no sólo la aportación de las mujeres a la economía mundial, sino que la economía, con enfoque de género, es una realidad.
¿En qué consiste la economía de género?
La doctora Goldin estudió el mercado laboral femenino en el espacio de 200 años. Ya sabíamos todos que existe una brecha entre lo que aportan -y cobran- los hombres por el mismo trabajo, contra lo que aportan y cobran las mujeres. Hace años se asumió que algunas cuestiones de progreso, como la tecnología, cerrarían esa brecha. Pero lo que nadie había analizado y menos, verbalizado, era que no ha sido así. Sí, han habido “picos”, como la introducción de la píldora anticonceptiva, que han arrojado a las mujeres en masa a la fuerza laboral. Otras habrán sido las guerras, porque las mujeres, que tradicionalmente no se lanzaban al frente, se quedaban a cargo de la producción de bienes y servicios mientras los varones se despedazaban. Luego, como no podía ser de otra manera, se volvían a alejar de la productividad para cuidar a lisiados y enfermos producto de las mismas guerras. Estos vaivenes se podían demostrar más o menos fácilmente. Pero hay otro, uno más profundo y a la vez, más significante, que marca toda la diferencia.
¿Cuál es este detalle, que hace que las mujeres tengan un comportamiento laboral en forma de herradura, en forma de “u”?
Ahí les va: el nacimiento del primer hijo. Y esa “u” se puede convertir en “w”, cuando tienen el segundo. O en un cero a la izquierda si tienen más. ¿Qué implicaciones tiene esto? No es la capacidad, no es la preparación, no es la determinación. Es la decisión (voluntaria o no, en esto no entraremos por ahora) de tener hijos la que aleja a las mujeres del mercado laboral. Esto significa que el trabajo no es flexible. Que es rígido, que es yerto, que es masculino. Desabrido, porque cuando una mujer tiene un hijo y ha de cumplir con sus trabajos (sí, maternar es un trabajo y uno demandante y agotador), termina lo que debe hacer en su oficina y se lanza a la crianza. Una mujer con un hijo (ya no digamos más) no puede asistir a las reuniones post-horario de oficina, ni a las juntas de planeación de tres días, ni a esas comidas imprevistas. Ni a ese networking tan necesario para avanzar en la escalera profesional. Y si lo hace, se pierde las piñatas, las play-dates imprevistas con los amiguitos de la criatura, esas que lo enseñan a socializar desde que es capaz de gatear. Esa mujer-madre queda mal con el trabajo, con el hijo, con la maternidad, con ella misma. Y ya ni hablemos del marido (si es que lo hay), de la casa, de las vecinas, de las amigas, de los familiares. Quedamos peor con el gimnasio, con la alimentación balanceada, con el cabello de anuncio de champú y con el trasero de vigilante de la playa. Hagamos lo que hagamos quedaremos mal, porque no hay horas en el día para cumplir con todas las metas propuestas. Así que hay que elegir, toda vez que se eligió tener el hijo (salido del vientre o del corazón, que ese no es asunto nuestro).
¿Qué es la economía de género? Goldin hizo un estudio en el año 2000 y propuso contratar a músicos que tocaran detrás de un biombo, para que lo único que se escuchara fuera su interpretación y no su aspecto. No su género. Desde luego, el experimento demostró que sí existía discriminación -no sólo de género, sino de raza- en la contratación de músicos. A las mujeres y a los músicos no-arios les ofrecían contratos más bajos que a sus pares blancos y masculinos. A mí me recuerda un trabajo propio, donde me explicaron, previa pregunta expresa de si en mis planes estaba ser mamá, que una mujer ejecutiva salía “cara” para la empresa. Porque la compañía la entrenaba, le pagaba, la capacitaba... para que luego “saliera” embarazada y “botara” el trabajo. Lo peor es que el razonamiento me pareció eso, razonable. Hablo del año 2009, no del paleolítico superior.
Sí, la economía de género existe. La economía de género es posible. ¿Qué podemos hacer para que esta brecha se cierre? Flexibilizar el trabajo. Compensar por trabajo entregado y no por horas-nalga en una silla dentro de una oficina. Contratar a mujeres que tienen hijos (créanme, en la mayoría de los casos, cumplen con los tiempos, porque lo que nos falta es, precisamente, tiempo y no lo desperdiciamos). Las políticas públicas deben ir enfocadas en una realidad incontestable: hay mujeres que tenemos (algunas hasta parimos) hijos. Hay mujeres que maternamos y que necesitamos trabajar (el origen de esta necesidad no es tema de esta columna). Y esta realidad debe ser incorporada a la economía.
Que el premio Nobel a Claudia Goldin arroje luz sobre esta necesidad, que no tiene género y que es de todos. ¿O qué? ¿No todos tenemos o tuvimos madre?
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