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Por Mónica Hernández

Hace apenas unos días estuvimos en vilo en redes sociales: un empresario relativamente joven desapareció de la entrada de un bar en Polanco, sin dejar rastro. Su cara apareció en todas las pantallas durante todo un domingo, para desaparecer el lunes temprano, cuando su cuerpo fue encontrado en una situación lamentable para su familia y para la ciudadanía de este país en general. No tardaron en aparecer las especulaciones sobre si lo que le había ocurrido (en último grado, su muerte) se debía a su propia culpa. Como si salir de noche a tomar alcohol con amigos fuera sinónimo de sentencia de muerte. ¿En qué momento esto le puede pasar a cualquiera? ¿En qué nos hemos convertido como sociedad que no podemos salir de noche sin arriesgar el pellejo?

La realidad fue otra, una alejada de las redes y para mi gusto, macabra: antes de que comenzara a distribuirse su imagen en el espacio virtual, los servicios forenses del Estado de México ya tenían su cuerpo, identificado y listo para reconocimiento y autopsia. Por alguna de estas cuestiones de magia, su aparato celular se apagó más o menos a la hora que falleció (un par de horas después del video de seguridad donde se le ve afuera del bar) y se volvió a encender una hora después, dentro de una cárcel. Vivimos en una sociedad surrealista, donde nadie se cuestiona los sucesos. Únicamente suceden, le suceden a otros, hasta que le suceden a uno.

Mujeres al frente del debate, abriendo caminos hacia un diálogo más inclusivo y equitativo. Aquí, la diversidad de pensamiento y la representación equitativa en los distintos sectores, no son meros ideales; son el corazón de nuestra comunidad.