Por Mónica Hernández
El tacto es uno de los cinco sentidos, uno que aprendemos a sentir y a leer sin darnos cuenta, desde que nacemos. Ya sea porque alguien nos carga, nos acaricia, nos cuenta los dedos de las manos y los pies, nos toquetea la nariz que algún día crecerá y por fin se podrá parecer a la de alguien más de nuestro árbol genealógico. El tacto nos moldea, porque a través de la piel que nos acaricia desde que nacemos recibimos el amor y la ternura. O bien nos moldea por la falta de lo mismo: porque nadie nos acaricia, porque nadie desliza un dedo sobre nuestras mejillas, o porque nadie dibuja el arco de nuestras cejas. O porque alguien lo hace con saña, con dolo, con intención de herirnos.
El tacto es, según la definición del diccionario, la acción de palpar. Es el sentido corporal con el que se perciben las sensaciones de contacto, de presión, de temperatura, de textura y de dureza. Eso que permite a los organismos percibir las cualidades de los objetos y de las personas. Pero en la definición oficial no está que el tacto también permite percibir los sentimientos. ¿Quién no ha sido capaz de sentir el amor, la pasión, la urgencia y hasta el deseo con el roce de un tacto ajeno? ¿Quién no ha sentido el desamor, la indiferencia y hasta el desprecio de otro, un ajeno, solo con que nos toque? Yo juraría que cuando mi madre me tomaba de la mano yo era capaz de saber si estaba contenta, enojada, ilusionada o incluso, aburrida. Sabía cuando algo le dolía o le preocupaba. Volví a sentir lo mismo cuando fui madre: bajo mi tacto la piel de mi retoño me hablaba de sus sueños, de sus pesadillas, de sus preocupaciones. Y también de su dolor y sus alegrías.